El monje
perdió la cuenta de las horas que había permanecido bajo la cascada, sintiendo
sobre sus hombros el dolor y la fuerza del agua, su frío gélido penetrando en
los huesos.
Intentaba
alejar su mente de aquel lugar, de aquellas sensaciones que harían desesperar
al más aguerrido de los soldados. Solo ignorando la tortura autoimpuesta,
podría alcanzar la iluminación y ser uno con la naturaleza, ser uno con el
mundo.
De pronto,
algo lo sacó de su ensoñación. El estruendo incesante y atronador de la cascada
hacía eco en su cabeza; pero hubiera jurado haber escuchado, en la distancia,
el grito de terror de un niño pidiendo ayuda.
Sara abrió los ojos a la noche.
Quieta en la oscuridad, sin mover un musculo, paseo la mirada por la habitación
en busca de lo que le había despertado. Las cortinas estaban descorridas y, de
vez en cuando, una ráfaga de luz bañaba la habitación desde la autopista.
Pero no
era eso. Había agua allí abajo. Y alguien gritaba.
Las formas a su alrededor se fueron definiendo, devolviéndola a lo
cotidiano. La silla junto a su cama, con la ropa arrebujada y el sujetador
colgado del respaldo, el armario enorme que no acababa de cerrar bien y el
crucifijo de su abuela que aún no se había decidido a quitar.
Es la
hora. Se acabó la tregua.
Miró el despertador: eran las tres y veinte de la mañana y se había
desvelado por completo. Calculó cuantas horas de sueño le quedaban si se volvía
a dormir ahora.
- Se acabaron
los madrugones un tiempo –le había dicho el médico-, plantéatelo de esa manera.
- No tengo
problema en madrugar –había protestado-, se puede correr por la calle, la
piscina esta vacía…
- Ya, pero nuestra
prioridad ahora es el sueño.
- Sera mi
prioridad, capullo –le dijo a la habitación mientras se desperezaba.
Apagó el despertador, resignada a dar un paseo nocturno hasta que le
entrase el suelo, otro día que no se despertaría a las seis.
Bajo los pies de la cama, hasta sentir la cuchillada de frio de las
baldosas. Disfrutó de la sensación, arqueando las palmas de los pies hasta que
comenzaron a entumecérsele los dedos.
- Un centímetro
más a la derecha y te habrías quedado paralizada desde aquí –dijo la cirujana
que le extrajo la bala, señalando el pecho- hasta los pies.
- ¿Cómo Superman?
Nadie cogió la referencia, o a lo mejor la cogieron pero no les hizo ni
puñetera gracia.
- Cinco
minutos sin amigos –le habría respondido Daniel. Pero Daniel ya no estaba. Se
había ido hace muchos años.
Se lo habían
llevado. Abajo.
Se desperezó y comenzó el peregrinar a oscuras hasta la cocina. A mitad
de pasillo, se machacó el meñique del pie con una de las estanterías nuevas y
comenzó a gritar juramentos a la oscuridad.
En ese momento la reforma le parecía la mayor tontería del mundo. Había
conseguido transformar la acogedora casa de pueblo de su abuela en un catálogo
de ikea particularmente cutre y con una manía homicida por los dedos de los
pies.
Apoyó la espalda en la pared –quitar el estucado SI que había sido una
buena idea- y se deslizó hasta quedar sentada en el suelo. El frio traspasaba
limpiamente las bragas de algodón, congelándole el culo, y Sara se acordó del
pijama de invierno nuevo. Las amigas se lo habían regalado cuando les dijo que
se volvía al pueblo “a pasar la baja”.
El pijama se había quedado en la silla, amontonado con la ropa de calle.
Lo usaba para ir por casa, pero le encantaba dormir sólo con la nórdica. Y en
bragas porque le tenía que bajar y no quería joder las sábanas, que si no habría
estado bien feliz en pelotas.
Ahora, con el meñique machacado y el culo y las piernas heladas echaba
mucho de menos el pijama. Se río bien a gusto en la oscuridad por la tontería y
se frotó el pie hasta que dejó de dolerle. Puede que fuera por la adrenalina y
todo eso, pero le daba la sensación de que el tiro le había dolido menos.
- ¡Pero me
repongo a toda ostia! –dijo, levantándose.
- Si, lo del
disparo mejora muy bien –le había repetido el médico-, pero no te vamos a dar
el alta.
- ¡Pero si no
me ha afectado a la movilidad! –se quejó-, y del esfuerzo, bueno, esta mañana
me he hecho diez kilómetros, usted dirá.
- Has
recibido un disparo de los malos…
- ¿Los de los
malos no son los que te matan!
- ¡Ya me
entiendes! –prosiguió el médico-, y no es solo eso. Pesadillas, ansiedad,
terrores nocturnos.
- Joder, estamos
en el siglo veintiuno. Estoy segura de que habrá alguna pastilla.
- No, Sara –le
cortó-. Necesitas tratamiento psicológico y reposo.
- En serio,
que os den por el culo a todos.
Una vez de pie siguió hasta la cocina. Abrió el frigorífico, arrambló
con unas rodajas de queso y las dejó fundir en el microondas sobre unas rodajas
de pan de molde. Mientras esperaba, se preparó una infusión directamente con el
agua de la caldera y, con la taza calentándole las manos, se acercó a la puerta
de atrás.
Desde la cocina salía un camino, paralelo a la acequia, hasta el
pueblo. No estaban a mucha distancia, pero de noche parecía que vivía aislada
en mitad del campo. El viento, que ululaba colándose por las rendijas, arrastró
una algarabía de aullidos.
Fue viendo cómo se encendían poco a poco todas las luces de las casas
conforme los dueños de levantaban para intentar calmar a sus perros. Sara se
compadeció de los animales, el viento de octubre también la estaba volviendo
loca.
- No, cariño –se
dijo a si misma-, eso ya venías de serie.
Te gustaría
¿verdad? Eso sería muy fácil.
El microondas pitó frenético, sacándola de su ensimismamiento. Sacó el
plato con las tostadas intentando –sin éxito- no quemarse las manos y lo dejó
enfriar un poco en la encimera.
Fue entonces, de soslayo, cuando vio una figura cruzar por el pasillo, tras
el cristal esmerilado de la cocina. Alto, hombros anchos, seguramente un
hombre. Sara notó como se le ponía la carne de gallina, pero se forzó a si
misma a seguir su rutina aparentando tranquilidad, vigilando a la silueta.
Dejó la infusión junto a las tostadas. Abrió el cajón de los cubiertos,
cogió cuchillo y tenedor. Abrió el armario de los trastos y sacó el táser que
se había comprado hacía poco por internet.
Se dirigió hacia la puerta de la cocina distraídamente, como un quinceañero
en un slasher barato, y notó a la figura erguirse: el extraño se estaba
confiando, y se preparaba para saltar sobre ella por sorpresa.
Sara abrió la puerta con el pie, dejándose una mano libre por si el
intruso tenía algún arma que no hubiera distinguido, pero quien fuera se limitó
a dar un paso al frente diciendo:
- Sara, he
vuelto desde Rozan para –la frase la termino con un gorgoteo mientras temblaba
al aplicarle el taser.
En cuando comprobó que lo había dejado inconsciente, Sara recorrió la
casa de arriba abajo para asegurarse de que no había más asaltantes. Después se
encasquetó el pijama de invierno y comenzó a llamar a sus colegas para que
enviasen un coche patrulla.
Pero cuando volvió a la cocina y encendió las luces colgó el teléfono. Allí,
inconsciente en un charquito de pis, había alguien que no tenía que estar ahí.
Alguien que tendría que seguir meditando eternamente bajo su cascada, dibujada
en un poster en el cuarto de Daniel.
- Es un monje
–había dicho su hermano hace mucho tiempo
- No
exactamente –le aclaró ella- se llama Shiryu y es el caballero del dragón.
- Bueno –corrigió
David, dubitativo-, pero es un monje. Y nos va a proteger.
Y dios
sabe que lo intentó ¿verdad Sara?
Lejos, en el pueblo, los perros rompieron a ladrar de nuevo.