lunes, 1 de marzo de 2010

El juego de té de amontillado

Después de comer he remoloneado un rato frente al ordenador, esperando que el poleo asentase mi estómago. Para cuando ya no tenía esa molesta sensación de recién comido me he decidido a subir. He ido en mangas de camisa, pues aunque media España parece helada por esa "Criogénesis explosiva" aqui el tiempo era prematuramente primaveral.

Procurando no hacer demasiado ruido - mi madre se habia quedado dormida frente al televisor - saqué la llave del cajón de la entrada y subí a pie hasta los trasteros. "Los cuartos de arriba", como siempre los hemos llamado, son lo mas viejo del edificio y, en apenas un tramo de escalera, puedes hacer un viaje al pasado por la sucesión de azulejos y estucados de la pared. El marmolado nuevo da paso a las baldosas que conocí de niño, e incluso esta da paso a unos azulejos arguellados por el tiempo de antes que yo naciera, los que mi hermano vió de pequeño.

No os imagineis un trastero bonito, estilo pelicula de hollywood. El nuestro no tiene amplias salas, con percheros, maniquies y pianos cubiertos por sábanas. Es un trastero vulgar, de edificio de protección oficial. Cada vecino tiene derecho a un pequeño chamizo, sin ventanas ni bombillas, que existe casi de casualidad aprovechando la caida del tejado a dos aguas: ni tan siquiera se preocuparon de ocultar las vigas que asoman del encalado de la pared. Para cuando he abierto la puerta del "Número 2" la luz y el aire fresco han entrado de nuevo en el cuartucho tras muchos meses.

No me he parado a hacer muchas contemplaciones, buscaba un pequeño servicio de té (tazas, tetera y cajitas para el te) que acumulé cuando mis padres vivían en la antigua casa: el apartamento justo encima de donde estan ahora. Debía estar perdido entre las cajas mas al fondo del trastero y no podía entretenerme mucho si lo quería encontrar antes de tener que volver al trabajo.

Las cajas que estaban cerca de la puerta casi han sido las mas fáciles de apartar, pues no dejan de ser cosas que cada cierto tiempo cogemos o dejamos: el arbol de navidad, el aire acondicionado, las luces de fiesta, sillas de madera auxiliares... pero tras estas estaba "la muralla". Cajas apiladas unas sobre otras, dejando apenas espacio entre ellas para que pudieran sostenerse mejor.

Algunas de ellas - gracias a la prevención de mi padre - tenían garabateado un nombre con prisas. La mayoría eran de libros o cubertería que no había podido encontrar su sitio en el nuevo piso (Del palo "Superhumores de mortadelo y filemon" o "vasos del mueble bar"). Las otras cajas, en las que guardaba la esperanza se encontrase el juego de té, eran de esas cosas que quizas deberías haber tirado pero te resististe, de esos pingos que realmente son recuerdos.

Conforme las sacaba al pasillo de los trasteros las iba desprecintando con cuidado para examinar que había dentro de ellas, pero la sorpresa al hallar lo inesperado hizo que cada vez las abriera antes, aún cuando no hubiese salido del estrecho cuarto.

En una se guardaban las noches en las que los amigos de mis padres aún iban a su casa a jugar con ellos a las cartas: tapetes y fichas imitando a un casino, elegantes cajas de madera para guardar caramelos y cigarros. Para mi, cuando era tan pequeño, no eran mas que ruidos al otro lado del tabique en la noches de sábado, cuyo murmullo me acunaba conforme me dormía. Recuerdo que me daba seguridad escucharles, saber que estaban ahí.

Tambien he encontrado las noches de verano sin aire acondicionado, en las que mi hermano y yo trasnochábamos jugando, esperando que comenzase a correr la brisa nocturna por la casa para poder dormir en condiciones. Aventuras extrañas y leyendas olvidadas que aderezaban las vacaciones que siempre pasaba en la ciudad.

En otra me he sorprendido al ver las veces en las que mi hermano regresba de viaje, para cuando Suecia estaba al otro extremo del mundo, y traía manjares exóticos y mapas de ciudades con nombres - virtualmente - impronunciables para mí. Eran momentos de expectación, tanto por volver a verle como para que me contase como era el mundo en sus confines.

Otra guardaba mi ego adolescente, pero estaba vilmente trampeado, pues sólo guardaba los recuerdos que yo quería conservar de mis años de instituto. Se podían ver mis sueños de ser un gran chef sin presenciar lo torpe que he sido siempre, o las excursiones con la gente que mejor me caía y las chicas que me gustaban sin observar la gente que me lo hizo pasar mal o los desamores.

En una encontré recuerdos de mi hermano. Cartas, libros y tebeos que para mi son eternos, pues estaban ahí antes que yo naciera. La he vuelto a cerrar con hermético respeto.

Una de ellas también contrenía mi ego de juventud (no os extrañe tanto espacio para el ego: es lo malo de ser un orgulloso), de cuando aún pensaba que todo me podía salir bien. Ahí guardaba los amigos que perdí, las palabras que nunca dije - y que tanto podrían haber solucionado - y las veces que me jacté de lo que me habría sido mejor callar. Ojalá hubiera aprendido sin el palo muchas cosas.

Abstraido como estaba no me dí cuenta de que había golpeado el viejo reloj de la abuela, que estaba relegado a la parte mas profunda del trastero. Este, despertado por mi brusquedad, ha recomenzado su marcha cual bella durmiente: de nuevo funcionando desde hacía seis años. Su tictac era confuso y frenético, como el de un anciano con alzheimer que, en un momento de lucidez, pregunta que ha ocurrido mientras él estaba en ninguna parte.

Me he quedado sentado encima de un baúl, mirando como el reloj se iba calmando poco a poco hasta reducirse al lento traquetreo bajo el que estaba acostumbrado a marcar las horas, no sabría decir cuanto tiempo he pasado asi, dejando que mi consciencia vagara entre los recuerdos de lo que fué y lo que pudo ser.

Cuando he vuelto al mundo me he dado cuenta que el tiempo se me había echado encima y debía marcharme si quería llegar a tiempo al trabajo. Una a una, he ido cerrando con cuidado las cajas (no es cuestión que se escapen los recuerdos) y las he ido apilando, reconstruyendo la muralla tras la cual el reloj proseguía su monólogo, como un Montresor de pacotilla ante los murmullos de Fortunato. Al final, cuando sólo restaba cerrar la puerta, me he despedido respetuosamente del reloj que seguramente vuelva a estar mudo cuando lo vuelva a ver.

Ha pasado ya un buen rato y el hechizo del pasado casi ha desaparecido, pero no consigo quitarme de encima la molesta sensación de todos esos recuerdos emparedados en el trastero.

Y el juego de té ni siquiera ha aparecido.

Volveré con refuerzos

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