Me detuve cansado en lo alto de la loma y me senté sobre el recuerdo de un automóvil comido por el tiempo y la lluvia. A mi alrededor el páramo hablaba: su voz era el ulular del viento al bailar dentro de la oscuridad vacía de las casas vencidas, el quedo y ominoso crujir de la maleza omnipresente.
Cerré los ojos para que no me distrajera la luz del atardecer, ambar caprichoso que encantaba con las ilusiones de las vidas extintas hace siglos, para que no me distrajera del susurro de los fantasmas que danzaban en el viento invernal.
Conforme mi corazón -desbocado reloj de cuerda- se calmaba, la melodia de murmullos que me rodeaba fluyó hacia mí: unos mirlos en aquellas ramas; una liebre huidiza, oculta entre el follaje.
Finalmente escuché, allí donde los edificios se apiñaban contra la oscuridad del crepúsculo, la cacofonía de pasos y susurros de alguien o algo que emboscaba mi camino.
Abrí de nuevo mis ojos y, cuando el somnoliento sol dejó de cegarme, oteé hacia los lejanos edificios de los que el viento me advertía. Los ruinosos bloques se alzaban escuálidos y manchados, como un cadaver saqueado a la vera del camino y devorado por las rapaces. Apenas pude distinguír movimiento alguno entre las cuencas vacías de aquellos gigantes.
Resolví entonces tomar otro camino. Las ciudades ya no eran seguras para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Contribuye a que siga teniendo ganas de postear... ¡comenta!