sábado, 5 de diciembre de 2015

Pleamar

Para mi el género negro (el noir, que llaman los Hipsters) no es exclusivamente policial: es una novela sobre lo sórdido de nuestro interior. Desde luego, una investigación policial es un buen punto de partida para el descenso a los infiernos personales, pero hay otros caminos tan válidos o incluso más.

Visto de esta manera se puede entender que, cuando me plantee escribir un relato para "Bruma Negra" (un certamen de novela negra de Plentzia y la revista Calibre 38), no llevase ideade ningun "juego de detectives". Aunque aprecio los giros de guión como cualquiera (¡soy fan de Doctor Who, por dios!), creo que el cluedo que se suele presentar en estos relatos distrae de lo verdaderamente importante.

No gané ningún premio; se presentaron escritores realmente buenos con relatos mucho mejores. Sin embargo, me quedé muy contento con el resultado. Os lo dejo aqui para que lo disfruteis.






PLEAMAR
A Roberto Malo, por todos los malos sueños.

La chica le sonrió antes de saltar al vacío.

Miguel frenó en seco y a duras penas pudo controlar el coche. Cuando se detuvo, salió corriendo hasta el borde de la carretera y miró hacia abajo.

El cuerpo se había despanzurrado contra el fondo del acantilado, salpicando las rocas de sangre. El vestido que llevaba, antes blanco y vaporoso, ahora estaba empapado de rojo y hecho jirones. Desde tan lejos parecía irreal, como si alguien hubiese tirado una vieja muñeca desmadejada.

El corazón de Miguel se desbocó y notó como el bocadillo del almuerzo se abría paso por su garganta. Reprimió las arcadas y, respirando profundamente, levantó la vista hacia el horizonte. El viento frio arrastraba nubarrones grises y el mar seguía bañando indiferente la costa. Por ninguna parte se veían casas o barcazas, ni ningún coche recorría la carretera.


-          Joder, joder, joder –gemía mientras volvía al coche- sabía que tenía que haber ido por la autovía.

Sollozando, llamó a emergencias. La policía llegó en menos de una hora.

Cuando cayó el crepúsculo, este encontró a Miguel en la vieja fonda de piedra. El edificio era señorial, pero distaba mucho de las fotos que había consultado días atrás en Internet. La luz, amarilla y titubeante, apenas iluminaba los sillones desconchados y los muebles cubiertos de polvo.

El encargado aporreó torpemente el teclado del ordenador para registrarle. Mientras, Miguel fue hasta una de las pocas ventanas abiertas de la salita para escapar del tufo a lejía que inundaba el sitio. Respiró el fresco y húmedo aire de la playa y se consoló a sí mismo.


-          Al menos –se dijo- no creo que  coja ninguna infección.

Cuando terminó el registro evitó hablar con el mastuerzo de recepción, que ya le preguntaba acerca del accidente con la chica, y subió directamente a la habitación. Una vez entró, arrojó el equipaje a una esquina y se sentó en la cama a oscuras.

La expresión de la chica antes de saltar le venía a la cabeza continuamente. Estaba seguro de que sus miradas se habían cruzado, que la sonrisa iba dirigida expresamente a él, que la chica le había dedicado ese salto de alguna forma.

El resto de cosas hasta llegar a la fonda –el interrogatorio de la policía, las ambulancias, la llegada al pueblo- las había hecho maquinalmente. Ahora que se había vuelto a quedar solo, la sonrisa de la joven acechaba en su recuerdo como la del Gato de Cheshire. Sabía que esa noche no podría dormir.

Se levantó angustiado de la cama y abrió la portezuela del balconcillo. Desde fuera, le saludó el murmullo de las olas y el susurro del viento entre los juncos de la playa. La luna bañaba de plata el paisaje, quieto y solemne. Miguel exaló profundamente, soltando toda la tensión de ese día de mierda. Esta tranquilidad, casi mágica, era la que perseguía al marcharse de Madrid.

Esa noche, el rumor del Cantábrico le arrulló. Durmió como un niño hasta que, al amanecer, le despertaron las gaviotas.

La mañana siguiente estuvo llena de actividad. Tras una ducha rápida y un desayuno frugal se lanzó a buscar el local por las calles empedradas del pueblecito. La blanca luz del día, el bullir de turistas y las risas del bulevar enterraron a la chica del acantilado muy profundo en su memoria.

Se perdió un par de veces por las callejuelas antes de llegar a la placita. Para entonces ya estaban los de las mudanzas esperando al lado de la persiana bajada. Pasaron todo el día trabajando, montando estanterías, pequeños muebles y un par de ordenadores.

Cuando se fueron los de las mudanzas, el sitio ya parecía una librería. Miguel fue montando el archivo de la tienda online conforme rellenaba los estantes de libros. Cuando acabó, apagó las lámparas que colgaban del techo abovedado y cenó sentado en el mostrador, iluminado sólo por un pequeño flexo. Estaba exhausto y feliz.

Entre tragos de cerveza, ojeó el periódico. Un festival en un pueblecito cercano, un concierto allí mismo dentro de unos días, una feria gastronómica… sus ojos se detuvieron en un artículo sobre dos turistas muertas, madre e hija. A la madre la habían encontrado degollada en un bosquecillo de abedules y la hija –presunta culpable- se había suicidado en los acantilados. 

La chica muerta emergió de su memoria, llevando de la mano a la otra desconocida. La prensa especulaba que la suicida estuviera loca y matase a su compañera. De repente Miguel ya no tenía hambre. ¿Y si la chica, en lugar de tirarse, le llega a pedir ayuda?, ¿y si luego le hubiera degollado a él en el coche?, ¿tenía suerte entonces que la chica se hubiera matado?

Se notó perder la calma y corrió a trompicones hasta la puerta. La abrió a la noche y se quedó un rato boqueando, apoyándose en sus rodillas. El aire estaba cargado de olor a mar y los murmullos de las olas. Cerró los ojos y se concentró en aquel susurro rítmico. Pronto las náuseas pasaron, el ardor del pecho desapareció y una profunda calma lo invadió por dentro.

Volvió a incorporarse, decidido a mantenerse frio. Esto era el inicio de su nueva vida y los ataques de pánico debían quedarse atrás. Sonrió a la oscuridad de la noche: lo estaba consiguiendo.


-          Disculpe señor –dijo una voz seca, cargada de acento-, ¿es usted quien se encontró a la chica esta mañana?

-          Errr… -titubeó Miguel. Dos hombres, de expresión ceñuda y rasgos hoscos, se le habían colocado al lado-, si ¿por?

-       Porque tenemos que hablar- Antes que Miguel pudiese responder, el alto le empujó dentro de la tienda mientras su compañero cuidaba que nadie les viera.

No vio los bates que llevaban hasta que no cerraron la puerta. De una barrida, el alto destrozó el mostrador, desparramando la cena y trozos del monitor por el suelo. El que vigilaba le espetó un par de frases cortas en algún idioma que sonaba al este de Europa.
Aprovechando el segundo de distracción, Miguel se lanzó hacia la parte de atrás de la tienda, tumbando un par de estanterías para poner algo por medio. Su perseguidor las saltó sin problema y le agarró del pelo antes que pudiera llegar a la puerta de atrás. Le derribó de un golpe en los riñones y, ya en el suelo, le metió dos patadas en el las costillas. Miguel vomitó la poca cena que había comido. 


-          ¡Dimitri, mira! –le dijo a su compañero en español, para que pudiera entenderles- este hijo de puta quiere huir.

-          Que cabrón. Dale en las piernas, a ver si puede correr así.

El ruso levantó el bate y descargó un golpe brutal contra las rodillas de Miguel. Intentó esquivarlo, pero solo consiguió que el golpe cayese en las pantorrillas. Una oleada de dolor tensó su cuerpo mientras chillaba. 


-          No chilles tanto, joder, que será peor - El tal Dimitri se acercó y le metió un pañuelo sucio en la boca-. Aquí, mi amigo Víctor te ira preguntando cosas. Y cada vez que no nos guste lo que respondas…

Le atizaron de nuevo con el bate, esta vez en la cadera. Miguel lloró de dolor e impotencia mientras se retorcía en el suelo. Los captores volvieron a hablar entre ellos en ruso y Dimitri volvió a vigilar la puerta.


-          A ver, chaval –le dijo Víctor con todo divertido mientras le quitaba el pañuelo de la boca-, ¿quién más sabe de las chicas?

-          ¿Las chicas? Está en el periódico, yo no sé…
 

Otro golpe. Este le fue a la mandíbula y casi consiguió que perdiera el sentido. Un montón de luces bailaron delante de sus ojos.

-          No nos tomes por gilipollas. ¿Quién, más, sabe, de, las, chicas?

-          En serio –lloriqueó Miguel- no tengo ni idea. Por favor, pa…
 

Arremetió en la cabeza. De repente el mundo le daba vueltas y la sangre le caía por la frente. Víctor se agachó y le miró de cerca, para comprobar que no lo había matado. Cuando le oyó sollozar se acercó a la oreja y le chilló.


-          ¡Habla ya, joder! ¿Qué cojones te dijo esa puta antes de saltar?
 

Miguel notó como su cuerpo se agarrotaba mientras un incendio le quemaba desde dentro. Unos terribles pinchazos en su pecho le ahogaban y su cráneo retumbaba al ritmo del pulso acelerado. El dolor dejó paso durante un instante a la fría consciencia, y comprendió que aquello no iba a acabar bien.

El ruso volvió a levantar el bate.


-          Han decidido no presentar cargos –le dijo Héctor hace seis meses.
 

Miguel, sentado al otro lado de la mesa de reuniones, se retorcía nervioso las manos. Sólo estaban ellos dos en la pequeña salita. En los últimos meses, Héctor había pasado de abogado a confesor y amigo.

-          Entonces –le respondió-, está todo bien… ¿no?

-          Si, bueno –Héctor se quitó las gafas y se masajeó la marca que le dejaron-, no exactamente. Hay condiciones.

-          ¿Condiciones? ¿Qué condiciones? Si les tengo grabados reconociendo que nos echaron sin razón.

-          Y esa es una. No quieren que te unas a la demanda colectiva ni que esa grabación aparezca rondando por ahí.

-          Pero… pero si me dijiste que grabándolos les teníamos por los cojones.

-          Ya pero, después de lo que pasó, tampoco creo que te convenga mucho sacar a relucir esa grabación.

-          Pero si tenemos razón, lo oíste claramente.

-          Lo sé, lo sé. Pero también sales tú agrediendo a tus superiores.

-          ¡Joder! –Miguel se levantó, encendido, golpeando la mesa con rabia-, ¡ellos me provocaron, copón! Yo simplemente reaccioné.

-          NO –cortó Héctor, secante y lanzándole una dura mirada-. Se reacciona con un improperio, igual que ahora. Lo que grabaste es cómo casi le escachas la cabeza a tu jefe con una grapadora. ¡Le han tenido que reconstruir el tabique! Y el de recursos humanos puede dar gracias porque solo le abriste la cabeza con una jarra.

-          Porque me pararon entre tres, que si no…

-          ¿Ves? ¡A eso me refiero! Tienes un problema serio con tu Ira. Lo del despido no te ha salido tan mal, pero te vas a tener que poner las pilas si quieres recuperar la custodia.

Miguel se derrumbó en la silla, derrotado. Héctor se pasó la siguiente media hora explicándole los términos del despido, nada malos si paraban ahí la querella. La agresión no quedaría por escrito  y su exmujer no la podría usar como arma arrojadiza.

-          Tal como lo veo –continuó Héctor- lo mejor para ti es alejarte de todo unos meses. ¿Sigues acudiendo al psiquiatra que te comenté?

-          Si –mintió Miguel. Las primeras visitas no estuvieron mal, pero la medicación del loquero le dejaba grogui y decidió no volver-, ¿por?

-          Porque, tal como lo veo, no tienes las cosas tan mal.

-          ¿Ni con el despido?

-          Para nada. Mira, tú solo desaparece un tiempo de Madrid. Sigue con tu tratamiento, vete a un lugar donde puedas relajarte. Quizás hasta puedas aprovecharte de este pellizco – dijo Héctor señalando los papeles del despido-. ¿No me decías que querías montar algo por tu cuenta?

-          Una librería online –comentó triste.

-          ¿Online? ¡Genial! Te vas y montas el local donde quieras. ¿No querías conocer Galicia o Cantabria? ¿Ver el mar? Te pasas allí unos meses, quizás un año. Luego vuelves como alguien nuevo, equilibrado… ¡a ver si Chelo te puede negar la custodia entonces! –cruzó la mesa hasta donde estaba su amigo  y le cogió del hombro-. Créeme, las cosas aún pueden acabar bien.

 -          Si –musitó Miguel mientras la sangre le empapaba la camisa-, las cosas aún pueden acabar bien.

-          ¿Qué dice este ahora? –preguntó divertido el ruso a su compañero.
 

Miguel se levantó como un resorte mientras Víctor miraba hacia la puerta. Le agarró de la cabeza antes de que este pudiera reaccionar, metiéndole los pulgares en sus ojos, y le echó todo su peso encima. Cuando cayeron sobre las espaldas del ruso notó un leve crujido, húmedo y desagradable. Los dedos se le habían hundido hasta el nudillo en las cuencas.

Mientras Víctor chillaba y pataleaba como una cucaracha boca arriba, Miguel agarró el bate y rodó a ocultarse entre las estanterías caídas. Entre las maderas, vio como Dimitri se acercaba corriendo y sacaba una pistola con silenciador. En cuanto lo tuvo a mano, emergió entre las maderas lanzando un golpe casi a ciegas.

Dimitri se cubrió a tiempo y el bate no le acertó en la cabeza, pero al menos envió la pistola a la otra punta de la tienda. Miguel intentó volver a golpearle, pero el ruso le agarró y lo golpeó fuertemente contra la pared. El bate se le cayó al suelo y la sangre, no sabía de qué herida, le nubló la vista.

El matón se montó a horcajadas sobre él, le rodeó la garganta con las manos y comenzó a estrangularlo. Miguel pateó el aire desesperado. Tanteó entre los libros caídos y la basura, buscando algo para golpear al ruso. Cuando ya se le oscurecía la vista, agarró un bolígrafo y se lo clavó en el primer sitio que pudo. Le acertó en toda la garganta.

La sangre comenzó a manar a chorro. Dimitri se incorporó, intentando tapar la herida con las manos, y Miguel aprovechó para zafarse. Agarró un trozo de estantería y le golpeó todo lo fuerte que pudo en la parte de atrás de la cabeza; el ruido le recordó al de una sandía al partirse.

En el instante de calma que sobrevino, Miguel miró a su alrededor: las estanterías caídas, los libros destrozados, sangre por todas partes y dos rusos –uno sin ojos y otro creía que muerto- en mitad de todo el caos. Al menos había acabado. Avanzó, torpe y dolorido, hacia Víctor, que aún lloriqueaba intentando levantarse. 


-          ¿Por qué? –le preguntó, abatido.

-          Tú sabes muy bien porque, hijo de puta.

-          No, la verdad es que no tengo ni idea. Y estoy cansado, muy cansado –Miguel dejó caer el madero ensangrentado y se dirigió al teléfono de pared-. Ya se lo contareis a la policía.

-          ¿A la policía? ¡Claro! Igual nos meten un tiempo en la cárcel y todo.

Miguel estuvo a punto de decirle que a la cárcel solo iría él, que su compañero seguramente fuera al tanatorio, pero se contuvo.


-          ¿Pero crees que con eso se habrá acabado? –continuó el ruso-, tengo colegas que irán a por ti y por tu familia. 
 

Se dio cuenta de que Víctor tenía razón y colgó el teléfono. No iban a parar hasta que él y su familia estuviesen muertos. La policía no podría ayudarles. Estaba jodido. Mientras el ruso se reía, bajó la mirada y se encontró la pistola de Dimitri. Dos tiros en la noche cortaron la risa de Víctor.

Encontró las llaves de un todoterreno en la chupa de Dimitri. Lo habían aparcado bastante cerca y en el lado más oscuro de la plaza, por lo que nadie vio a Miguel cargar los cadáveres en el maletero.

Cinco minutos después ya estaba en la carretera. Esa noche la luna estaba llena; más allá de los faros se deslizaba un mundo bañado de blancos y azules. Paró en el mismo lugar donde se encontró con la suicida y salió, permitiéndose el primer cigarrillo en más de seis años de abstinencia.

Miguel se aseguró de que nadie circulase por la carretera antes sacar los cadáveres del maletero. Los había envuelto en dos cortinas de la librería para que le fuera más cómodo cargarlos. Arrastró los fardos al borde del barranco y miró hacia abajo.

Había marea alta. Los cuerpos no se quedarían en las rocas, como la chica, sino que el mar se los tragaría y se los llevaría muy lejos de allí. Justo lo que necesitaba. Empujó los cadáveres con el pie, se zambulleron con un salpicar sordo, pero luego volvieron a flotar como troncos.

Preocupado, comenzó a plantearse bajar para recuperarlos e intentar otra cosa. Había visto en las películas que se ataban piedras para que se hundieran, aunque igual se quedarían en el acantilado cuando la marea bajase. 

Pero entonces, simplemente, el mar se los tragó. Sin ruido, los fardos desaparecieron de la superficie y no volvieron a verse. Miguel levantó la mirada y sonrió al océano, que le respondió rompiendo las olas contra la piedra. Aún le quedaba mucho por hacer, pero tenía un buen aliado. Definitivamente, las cosas aún podían acabar bien.

Cuarenta y ocho horas antes, Aia no estaba tan segura de ello. Su madre la había rescatado del prostíbulo hacía dos días y habían conducido sin parar hasta aquel pueblecillo. Pero los rusos las habían encontrado.

Su madre abrió le dijo que corriera, y eso hizo. Atrás, entre los abedules, oyó como los rusos le metían una paliza y luego el grito de su madre convertido en un gorgoteo. No miró en ningún momento.

Ahora iban a por ella. Sabían que iba a delatarles, que si hablaba con la prensa la policía les cerraría todos sus antros. No la dejarían escapar con vida.

De repente el bosque se acabó y cayó por un terraplén hasta la carretera. Al otro lado de esta, un acantilado y el mar. No había ningún otro lugar al que ir. A pesar de sus catorce años, Aia comprendió que no iba a tener ningún final feliz.

Le habían arrebatado todo lo que era, le habían destrozado la infancia, la ilusión e incluso la esperanza. Se asomó al acantilado, miró el mar -perpetuo, majestuoso, señor del horizonte- e hizo un pacto con él. Quería venganza.

El rumor de un motor le llamó la atención. Por la carretera desierta se aproximaba un coche viejo, sacado de un manual de autoescuela. A su volante estaba un hombre crispado, con la fuerza de las mareas en sus ojos. El pacto estaba sellado.

La chica le sonrió antes de saltar al vacío.

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