Hamanasu-San cerró la puerta metálica del viejo ascensor y
este comenzó a subir lentamente. Su despacho estaba en el segundo piso y habría
llegado antes tomando las escaleras, pero el perezoso traqueteo del ascensor y los
crujidos de su cabina de madera le servían de ritual para afrontar un duro día
de trabajo.
Aferró el vaso de café caliente para calentarse las manos -la
delegación tardaría aún dos horas en encender las calderas- y observó despertar
la ciudad a través de los grandes ventanales. La primavera había llegado a la
prefectura de California y el paseo de Yamashita estaba bordeado de sakuras en
flor.
Para cuando llegó al despacho, su secretaria ya le tenía
preparada una buena montaña de informes sellados. La joven se levantó en cuanto
le vio venir, saliendo a su paso mientras cogía algunas de las carpetas
superiores.
- - Hamanasu-Sama –dijo azorada la joven mientras postraba la cabeza.
- - Buenos días Hiyori –sonrió el subcomisario- ¿algo importante?
- - La embajada alemana ha enviado estos informes a primera hora. Están sellados como muy urgentes, señor.
- - ¿Y acaso hay algo que no sea muy urgente para esos boches? –respondió mientras cogía las carpetas.
Hiyori no respondió, pero se adivinaba una sonrisita cómplice
mientras volvía a su mesa junto al despacho. Mientras abría la puerta, Hamanasu
ojeó los informes. Se quedó quieto en el sitio, con una mano todavía en el
pomo.
- - ¿Se encuentra bien? –preguntó la secretaria al darse cuenta.
- - Si, Hiyori, si –respondió sin levantar la vista-. Por favor ¿podrías anular todas las citas que tenga por la mañana?
- - Por supuesto, Hamanasu-Sama
- - Gracias –musitó mientras entraba atropelladamente en el despacho.
Ya en privado, el subcomisario repasó una vez más los
informes, esperando haberse equivocado al leer, pero no había duda. En ellos se
comunicaba la ejecución de su hermano Greg por alta traición y se solicitaba la
repatriación inmediata de sus hijos, supuestamente infiltrados en Japón. Aturdido, Hamanasu abrió la ventana del despacho y se
encendió un cigarrillo. Mientras fumaba, intentaba asimilar lo que acababa de
leer. Sin darse cuenta, dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos.
Greg y él habían estado muy unidos de pequeños, en los
lejanos días del caserón de Ulm, cuando su nombre aún era Heinsen. Según todo
el mundo, él era un estudiante brillante mientras que Greg vivía encerrado en
su mundo de fantasías.
Aunque Heinsen disfrutó del rol de hijo modelo, siempre
estuvo celoso de la libertad de Greg. Los maestros ignoraban al darlo por
imposible, las institutrices lo evitaban como la piel del demonio e incluso los
sirvientes le dejaban campar a sus anchas por la casa.
Incluso cuando su padre enfermó y comenzó a chochear, a Greg
le dejaron estar con él casi todos los días. Heinsen, sin embargo, apenas pudo
verlo: los maestros siempre lo prohibían, explicando lo terrible que sería para
sus sentimientos y cómo le afectaría en el rendimiento.
- - Mierda de gente –pensó, mientras tiraba la ceniza del cigarrillo al patio de luces.
En cuanto tuvo control sobre su vida, escapó de la casa
rumbo Praga para seguir sus estudios. A
esto le siguieron postgrados, congresos, estudios avanzados… Su apellido le
abría cualquier universidad europea, y cualquier propuesta que le hiciesen era
buena para mantenerse alejado de casa. En su ausencia, Greg se fue labrando
amigos dentro del partido, ganándose al menos una posición acomodada para
vivir.
Poco después murió su padre, y para Heinsen murieron con él
los lazos que le ataban a Ulm. Se despidió de su hermano y se dispuso a salir
de Europa, libre de tener que cargar con la herencia familiar. Pero no fue tan
sencillo salir de “La Gran Alemania”.
Tan pronto como hizo gala de abandonar el continente, se le
retiró el visado y las acusaciones se amontonaron contra él. Fue sospechoso de
traición, sodomía, subversión, ateo,
cientifista y rojo. El régimen Nazi no quería dejar escapar uno de sus
cerebros.
Ninguna de las acusaciones le llevó a la cárcel -gracias a
las influencias de Greg dentro del partido- pero destruyeron su reputación y
bloquearon cada intento de salir de Europa. Y así fue hasta la revolución del 67.
Grupos comunistas de la Rusia federal se alzaron en armas, y
en Berlín todos tuvieron cosas más importantes que vigilar las idas y venidas
de un científico. Greg le ofreció la posibilidad de abandonar Europa rumbo a la
América Japonesa y no se lo pensó dos veces. Tras cambiar de identidad y un
vuelo de quince horas en un desvencijado avión, Heinsen Einstein consiguió por
fin su ansiada libertad.
En Japón las cosas le fueron muy bien. Cambió de nombre a Souta Hamanasu y
buscó algún puesto donde ganarse la vida. Su talento no pasó desapercibido, y
poco a poco fue consiguiendo amistades que le promocionaron, hasta acabar de
subcomisario de inmigración. Un destino irónico para un gaijin.
Apagó el cigarrillo y volvió a estudiar el informe. Al
parecer Johan había molestado a los psicóticos de la Gestapo buscando acerca de
un proyecto de su padre, la operación Longinos. El informe detallaba como su
hermano se había hecho con un “arma de destrucción masiva” y la había intentado
vender a terroristas turcos.
Pese a que le habían “neutralizado a tiempo”, Greg había
enviado a sus dos hijos con el arma hacia territorio japonés, buscando asilo
político. Hamanasu Apartó la foto de sus sobrinos y la miro un rato largo. El
niño pequeño se parecía mucho a Greg, mientras que la niña le recordaba a las viejas
fotos sepia de la casa de Ulm. Ellos eran lo único que le quedaba de su
familia.
Comenzó a pensar cómo podía ayudarles. Si el informe llegaba
al comisario Hayato, este no dudaría de cazar a los niños para entregarlos a la
Gestapo: el muy miserable siempre buscaba maneras para congraciarse con la
embajada alemana. Tenía que encontrarlos antes.
Hamanasu encendió una cerilla, tiró todos los informes a la
papelera de hojalata y les prendió fuego. Mientras se consumían pensó en el
tiempo que tendría, Berlín requeriría una respuesta en unas horas y enviarían
algún teletipo. Quizás tuviera unas cuatro horas de ventaja, cinco si Hayato no
hacía bien su trabajo.
Pensó que Greg ya había planeado esta huida con
anterioridad, y seguramente contase con alguien en la zona. Buscó en el archivo
a los sospechosos de ocultar refugiados y comenzó a descartar a los más improbables.
Unos eran simples mafias, otros solo trabajaban con chinos o canadienses… al
final consiguió reducirlo a una única persona: Héctor Laguna.
El señor Laguna era un mecenas local, que había amasado
fortuna con la exportación de vinos a Japón. Muchos refugiados habían
desaparecido en sus grandes viñedos, casi todos europeos. Aquella era la mejor
opción. Cogió el teléfono y se intentó poner en contacto. Llamó a las bodegas, las tiendas, las varias casas, pero no
conseguía localizarlo.
- - Hamanasu-Sama –se excusaba un secretario-, pero el señor Laguna es un hombre muy ocupado. ..
- - Es un asunto importante –respondió el subcomisario
- - Entiendo la urgencia, dejaré indicado que ha llamado y él le contactará en el menor tiempo posible.
- - No, no. No quiero que me llame aquí, ¿No podría decirme algún momento para localizarlo?
- - ¿Oiga? ¿Sigue ahí?
- - ¿Don Souta? –respondió una voz con marcado acento latino.
- - Sí, claro. ¿Es usted el secretario personal de…?
- - No, no –cortó la voz-. Soy Héctor, Héctor Laguna
- - ¡Por fin! –Hamanasu se puso en pie, agarrando el teléfono, y caminó nervioso en círculos-. Necesito hablar urgentemente con usted.
- - No lo dudo, Don Souta, y estaré encantado de ello. ¿Esta noche le vendría bien? Unos amigos míos han venido de Europa y celebramos una fiesta en su honor en la mansión. Estoy seguro que disfrutará de su compañía tanto como yo.
- - ¿Esta noche? –Hamanasu se mordió el labio, crispado. ¿Acaso lo sabía?¿Estarían allí?-. Si, esta noche es perfecto.
- - Genial, entonces le espero a las siete. Una última cosa Don Souta
- - ¿Sí?
- - Venga sin acompañantes, por favor.
Héctor colgó al otro lado de la línea, pero Hamanasu se quedó
un buen rato con el auricular en la mano. Si esta noche se presentaba allí,
estaría cruzando una línea peligrosa. Hasta ahora sólo le podían acusar de
haber traspapelado un documento, pero si le cogían intentado pactar algo con el
señor Laguna sería acusado de traición. Eso significaría pena capital.
Activó el comunicador y pidió a Hiyori que desviara todos
los teletipos a su despacho, y diera largas si llamaban desde la embajada
alemana. Al cortar. Cogió la foto de sus sobrinos y la miró por última vez
antes de arrojarla a la papelera, para que se consumiera con el resto de
papeles.
Merece la pena –pensó.
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