Como habreis podido comprobar, este último ejercicio se me esta resistiendo más de lo normal, pero es porque ya consisten de cuentos completos.
Estoy acabando el primer libro de estilo y los seis ultimos ejercicios son, directamente, seis cuentos. En los dos primeros se me da una historia, de la que yo tengo que confeccionar una trama y luego escribir el cuento desde un punto de vista determinado. En los cuatro siguientes sólo se me da el tema, soltándome de la mano en todo el desarrollo.
Son bastante mas entretenidos, pero requieren mucho mas tiempo y mimo. Como los estoy haciendo en orden, el I de VI corresponde a los "encorsetados" de los que dispongo historia y punto de vista prefijado.
Por razones evidentes, el enunciado lo colocaré al final del cuento para no meteros ningun Spoiler. ¡Ahí va!
Quiero que le quede bien claro que no quería matarlos.
Sí, quería
asustarlos, y sí, les acabé metiendo cinco tiros, pero le juro que la cosa se
me fue de las manos. No entré allí con la intención de asesinarlos y
precisamente usted, que es mi abogado, debería creerme.
Pero sé que no lo hace, lo veo en sus ojos. Usted ya me ha
juzgado y condenado sin pasar por el juez. Haremos lo siguiente: le contaré la
historia entera, desde el comienzo, y usted no me volverá a interrumpir, ¿de
acuerdo? Cuando termine, si sigue pensando lo mismo, puede salir por esa puerta
y hacer el trato que le dé la gana con la policía.
Por mi ficha, ya habrá visto que soy del norte: de Elorrio,
en Vascongadas, pero no fue donde nací. Me enviaron allí con mi tía la viuda,
recién acabada la guerra, cuando era un bebé. Siempre me contaron que mis
padres murieron en el frente, en la toma de Madrid, y que tenía mucha suerte de
que ella me hubiese acogido, siendo ellos unos rojos.
A ella se le llenaba la boca diciéndome lo bien que me
cuidaba, pero la verdad es que era una vieja bruja. Las cosas le habían ido
bien al acabar la guerra, muchos comentaron que gracias al estraperlo, y le
gustaba darse ínfulas de "madamme". Quizás por eso me crió como una
sirvienta, siempre pendiente de sus tonterías y caprichos.
Para cuando tenía quince años ya me quería largar de allí.
Alguna vez hablé con algún mozo para escaparnos juntos, pero mi tía tenia oídos
en todas partes y de repente la familia del mozo se enteraba y le medían el
lomo o lo enviaban lejos. Al final los chavales del pueblo me rehuían y yo ya
me veía vistiendo santos, atrapada como cenicienta.
Pero fíjate que tuve suerte: fue cumplir los dieciséis y de
regalo se murió la bruja. No la encontré yo -a mí me tenía viviendo en la
caseta del servicio- sino el señor cura, que tenía llaves de la casona y venia
muchas noches a rezar con ella en privado.
Me alegré de librarme de su mala sombra, aunque estaba un
poco asustada porque la vieja no me había dejado ni una mala perra con la que
vivir. Pero, el mismo día de su entierro, el señor que le llevaba las cuentas
me dijo que tenía un pariente lejano en Madrid que estaría encantado de
acogerme en su casa.
A mí no es que me hiciera mucha gracia seguir de sirvienta,
pero la idea de venir a la capital me encantaba. En el peor de los casos, si el
señor se parecía mucho a mi tía, siempre me podía fugar: seguro que en la
ciudad había muchos más sitios para una moza como yo que en un pueblo perdido
en las montañas.
Llegué a Chamartin un lunes, creo, y recuerdo que me
desilusionó un poco. Desde el tren, la ciudad me pareció gris, sucia y
desordenada; tardé semanas en verle el encanto. En el andén me esperaba un tipo
en traje de pana, sosteniendo con un cartón con mi nombre escrito.
Resultó ser el jardinero del señor, que les hacía las veces
de chófer. Me pareció majo, aunque era algo simple. Me contó que no sabía leer
-el cartón se lo habían escrito en casa-, pero que el señor lo cuidaba muy bien
y que también me trataría bien a mí. Yo no le presté mucha atención y, aunque
le pillé un par de veces mirándome las piernas con ojos golosos, me hice la
tonta.
El camino en coche fue bastante agradable. La casa estaba
apartada del barullo, en una zona tranquila, de gente bien. Para cuando
llegamos, la cocinera nos estaba esperando en el jardín, a la sombra de unos
sauces enormes. Se alegró mucho al verme, mandó al jardinero subirme las
maletas a mi habitación y a mí me llevó a conocer la casa.
Yo, que estaba acostumbrada a los excesos de mi tía, me
quede prendada enseguida de la casa. Las habitaciones eran pocas, pero amplias
y bien iluminadas. Los cuadros estaban puestos con gusto y los muebles no
parecían mamotretos recargados. Hasta las habitaciones de servicio estaban
limpias y adecentadas; comencé a creer todo el fanatismo del jardinero.
Tras la vuelta de rigor, me llevó a conocer a los señores.
Estaban descansando en el salón tras tomar el café, ella cosiendo en la
mecedora y él leyendo el periódico, ambos emperifollados como si fuera domingo.
Parecían sacados de una estampa escolar.
Recuerdo que me extrañó lo impetuoso que fue el señor al
presentarse. Dejó lo que estaba haciendo para saludarme, muy emocionado, y me
cubrió de preguntas sobre cómo había llevado todo lo de mi tía y que tal había
sido el viaje. Me hizo sentir un poco incómoda, pero le fui respondiendo a todo
sin inmutarme, como una buena señorita.
La señora, sin embargo, apenas me dirigió un par de miradas
cargadas de asco. Yo ya estaba curada de espantos con mi tía, así que le
devolví la mejor de mis sonrisas. Balbucee un par de saludos educados y procure
ruborizarme ante su respuesta desganada. La clave con estas arpías, créame, es
que no te consideren una amenaza.
Esa misma noche, preparando la cena, le pregunté a la
cocinera si también había en la casa algún señorito. Esta dejó lo que estaba
haciendo pasa sentarse, muy afectada, en una silla de anea al lado del fogón.
Me miró con ojos tristes y me indicó que me acercase para poder hablar en
susurros.
Acalladas por el bullir de la olla, la cocinera me explicó
que los señores habían estado a punto de tener un bebe. Lo habían preparado
todo con mucha ilusión pero, un mes antes de salir de cuentas, la esposa cayó
por las escaleras. El bebé se perdió y la misma señora estuvo a punto de no
contarlo.
Desde entonces el humor de los señores cambió. Despidieron a
casi todo el servicio, quedándose sólo con el jardinero y ella, y se
enclaustraron en la casa. La señora ya ni se acercaba al marido, yendo tan solo
de casa a la iglesia y de la iglesia a casa, y el señor cayó en una melancolía
silenciosa. "Quizás -me dijo, mientras me tocaba con cariño la cara- el hecho
de que hayas venido acaba siendo una bendición para nuestros corazones
cansados".
Puede que a ella el gesto le pareciese de lo más tierno,
pero a mí me dio un escalofrío de los pies a la cabeza. De estar con una bruja
había pasado a vivir con tres locos y un simple. Aun así, decidí darle un
tiempo.
Las primeras semanas en la casa pasaron muy rápido. A la
mañana iba de compras en el coche con el jardinero, luego preparaba la comida
con la cocinera y, tras fregar los trastos, tenía casi toda la tarde libre hasta la cena. Casi todo el rato libre me lo
pasaba en el jardín de atrás, leyendo algún libro, o vagabundeando por la casa.
La actitud de los señores, sin embargo, se fue volviendo más
extrema con los días. Las comidas las hacían en absoluto silencio, del que solo
salía el señor para interrogarme por mi vida cada vez que podía. La señora me
evitaba en todo momento y, cuando le era imposible, no se dignaba a mirarme ni
dirigirme la palabra. Lejos de sentirme acogida, el ambiente se enrarecía a
cada día que pasaba.
Afortunadamente habían llegado los primero días de verano.
Casi todas las noches, el jardinero y yo nos escapábamos a hurtadillas para
acudir a las fiestas de los pueblecitos de la sierra. Allí me pude desquitar
por fin de los años de celibato en el norte y soltarme el pelo. Así, de hoguera
en hoguera y de brazo en brazo acabé cogiéndole el gusto a Madrid.
Al jardinero esto no le hacía mucha gracia: lo tenía siempre
mirándome de soslayo. Incluso cuando conseguía hablar con alguna moza el plan
se le estropeaba porque no me perdía ojo. Yo puedo ser de pueblo, pero no
tonta, así que le fui manteniendo en su sitio: una sonrisa por aquí, una
caricia por allá; no fuera que en un ataque de celos le diera a la sin hueso y
me buscase un follón con los señores.
Y entonces llegaron los meses de bochorno. Puedo aguantar
bien el frio de esta ciudad, pero el calor me mata. Las noches que no
marchábamos de fiesta las pasaba mal durmiendo, con todas las ventanas y
puertas abiertas y las sábanas tiradas a un lado. Me despertaba a menudo, cambiando de posición
y rezando por el más leve soplo de brisa.
En una de estas estaba cuando un crujido en el suelo me sacó
de golpe del sueño. Había sonado en mi habitación, a mi espalda y cerca de mi
cama. Con el corazón en un puño, me di la vuelta haciéndome la dormida e
intenté entreabrir los párpados para ver quién era el intruso.
Me gustaría decir que me sorprendió ver al señor observando,
sentado en la silla al lado de la puerta, respirando pesadamente. Pero la
verdad es que ya había reconocido la forma en la que me dedicaba las
atenciones: igual que el maestro del pueblo a algunas mozas que conocí; y ya
suponía que, tarde o temprano, trataría de hacer lo mismo que aquel consumó.
No sería el primer hombre que intentaría algo raro conmigo,
pero tampoco sería el último que saliera escaldado. Me preparé para saltar y
defenderme, pero tras un minuto o dos espiando, simplemente se levantó y se
marchó a su habitación.
Yo lo seguí con cuidado, mientras me hacía mil y una
preguntas en la cabeza. ¿Sería de esos viejos a los que solo les gusta mirar? ¿o
acaso sería sonámbulo? Para cuando llegué a las habitaciones de los señores les
escuché discutir dentro en voz baja.
Él juraba que sería la última vez y ella, no sé bien si
triste o enfadada, le recriminaba que me hubiese traído a esta casa. Le decía
que no le traería más que problemas y que, por culpa mía, Dios se negaría a
darles otro hijo.
A estas alturas ya había escuchado lo suficiente. Tenía bien
claro que me quería largar de aquella casa de locos. Esa noche volví a la cama
y cerré la puerta con pestillo, y los siguientes días planeé mi fuga
cuidadosamente.
Durante mis trabajos en la casa fui memorizando las cosas de
valor y me hice con una llave maestra para poder acceder a ellas en la noche.
Al mismo tiempo, comencé a coquetear más con el jardinero, tanteando la idea de
escaparnos.
Para mi sorpresa apenas me hizo falta embrollarle, en cuando
sugerí el tema el mismo lo abordó con emoción. Admito que, aunque tenía ganas
de alejarme de esa casa, la desaparición de todo tipo de lealtad a los señores
por parte del jardinero me inquietó un poco. ¿En serio se pasan tan pronto las
convicciones de los hombres? ¿Basta dejar hablar al pene para dejar mudo el
corazón?
Como si fuéramos dos amantes de cuento, pactamos el
escaparnos un domingo a la noche: echarnos a la carretera con lo que pudiésemos
robar, plantarnos en Francia en mitad de la noche y empezar allí de cero. Para
evitar sorpresas de última hora, el jueves previo me levanté estando la casa en
calma y fui de habitación en habitación, probando la llave maestra.
Estaba yo ensimismada, cuidando
de abrir puertas y armarios en el mayor de los silencios, cuando una mano se
posó en mi hombro, helándome la sangre. Cuando me atreví a volverme, tras unos
segundos que me parecieron eternos, pude ver que era la cocinera la que me
había encontrado.
Soy mujer fuerte y creo que le
podría haber abatido, pero había algo en sus ojos que me dejo clavada en el
sitio. La mirada en sus ojos era muy distinta a todas las que me había dedicado
los pasados días.
Me llevó en silencio por las
habitaciones hasta el estudio del señor, temiendo yo a cada segundo que me
fuera a delatar. Pero cuando llegamos a la habitación estaba vacía y con las
luces apagadas. Me llevó hasta el sofá
junto al ventanal, lo único iluminado por la luz tenue de la calle, y me sentó
junto a ella.
Se quedó allí sollozando un
rato largo, sosteniéndome las manos y con los ojos envueltos en lágrimas. Yo
estaba asustada y no quería romper el silencio ni excusarme de nada hasta saber
qué era lo que ella pensaba haber visto.
Rompió a hablar de repente, y
no la pude parar hasta que terminó de contar toda su historia. Primero se
disculpó conmigo por no haberme dicho toda la verdad, pero pensaba que quizás
me espantaría o me llevaría a hacer alguna locura. Seguidamente soltó la bomba:
ella era mi madre.
Cuando ella era joven, casi
niña, tenía un prometido con el que estaba a punto de casarse. Al estallar la
guerra el joven escogió el bando de los rojos y peleó en los montes cercanos al
pueblo. Pero cuando llegó el frente hasta el pueblecito todos los guerrilleros
cayeron presos de los nacionales.
Ella temía por la vida de su
prometido, que ya la había dejado encinta de mí, y fue a rogarle al general
encargado de los prisioneros por la vida de este hombre. El militar no era otro
que nuestro señor, que la escuchó con calma y sopesó su petición. Tras pensarlo
mucho, le ofreció un pacto horrible: ella le dedicaría la noche entera y él, a
cambio, le perdonaría la vida a su prometido.
Accedió, asqueada, y pasó la
peor de las vigilias respondiendo a todos los bajos instintos del señor. Acabó
con el cuerpo magullado y dolorido, temiendo mi vida nonata en su vientre, y
con el alma agotada. Solo pudo cerrar los ojos cuando la bestia estuvo saciada,
rallando el amanecer.
Pero poco pudo dormir. Unos
disparos en la mañana la sacaron del sueño. Salió de la casa, asustada y medio
desnuda, sólo para descubrir el cuerpo inerte de su prometido junto a los
de tantos otros, acribillados por el
pelotón. Ella lloró y chilló, pero los soldados la sacaron del campamento a
rastras.
Cuando la guerra acabó, siendo
yo recién nacida, el señor volvió al pueblo y encontró a mi madre sumida en la
mayor de las miserias. En este tiempo el sargento ya se había convertido en un
hombre de bien, casado y con posición social. Quizás arrepentido por su recién
descubierta moral decidió ayudarla y la aceptó en su servicio, donde llevaba ya
años.
Para evitar nada que le
recordase su vergonzoso pecado, el señor puso como condición que me llevaran a
criarme con una pariente lejana suya. Ella accedió, pues sabía que así no
viviría yo en la miseria, sino que me criaría lejos del monstruo que me
arrebató el padre.
Al acabar la historia nos
quedamos en silencio un buen rato. Apenas podía pensar en nada, sólo oía el
murmullo de la fuente del jardín y el chirrido nervioso de los grillos.
Al fin acerté a preguntarle por
qué me confesaba todo esto ahora. Ella reconoció que, desde mi regreso a la
casa, el alma del señor se había ido oscureciendo con los meses: la forma en la
que me miraba dejaba entrever el apetito del monstruo que fue una vez.
Nos levantamos para ir cada una
a nuestras habitaciones, pero antes mi madre se dirigió al escritorio del
señor. "Si alguna vez ese hombre te arrincona, cariño -me dijo, mientras
abría el cajoncillo superior-, no dudes en hacer lo que yo no tuve fuerzas",
y sacó al brillo de la luna un revolver del cajón. Me sentí inquieta al ver el
arma, pero asentí decidida: nunca me he considerado una presa fácil y no iba a
comenzar a serlo ahora.
¿Por qué la creí? Supongo que
porque, en el fondo, quería que todo eso fuera verdad. Nunca había tenido raíces
ni fortuna y, de repente, alguien había rajado mi vida de arriba abajo. Me había
convertido en una cenicienta de cuento de hadas, con madre en desgracia,
madrastra y ogro incluidos.
Por fin me decían que toda la
mierda que me había pasado en la vida no era fruto del azar: tenía sentido y
había un responsable de todo antes incluso de que naciese.
Esa noche no dormí, dando
vueltas en la cama y repasando la historia una y otra vez. Cuanto más pensaba
en ella, más sentido le encontraba. Cada frase, cada mirada de los últimos
meses: todos los gestos estaban cargados ahora de significado. Una voz dentro
de mi cabeza no dejaba de repetirme que tuviera cuidado, pero era acallaba el
calor y el odio que empezó a subirme desde las entrañas.
Amanecí decidida a postergar mi
marcha, al menos hasta que pudiera tener alguna respuesta al mar de dudas que
me asaltaba. Hablé con el jardinero, al que no le hizo mucha gracia la idea de
retrasar unas semanas nuestra fuga, pero acabó cediendo a mis deseos y volvió a
esa paciencia nerviosa, como la que tienen los prometidos que se reservan para
el matrimonio.
A partir de entonces empecé a
acudir a la cocina para hablar con la que se decía mi madre. Fui bastante ruda
al principio, negándome a creer de buenas a primeras su historia, pero ella
comenzó a traerme cosas que había guardado con celo estos años: ropa de bebé,
alguna foto antigua, un nomeolvides con mi nombre... Yo rechazaba cada recuerdo
que ella me mostraba, pero siempre volvía al día siguiente para seguir
escuchándola.
Aunque nunca llegué a reconocerlo,
ella se dio cuenta que tras cada negativa se escondía un "cuéntame
más", y aunque en aquellos días me porte como un áspid desconfiado, ella
fue endulzando el tono con cada visita, hasta que acabé encantada por sus
palabras.
Con los señores, sin embargo, las semanas siguientes
estuvieron repletas de silencios tensos. El señor parecía olerse algo, porque
no me quitaba ojo y me rondaba siempre que podía, pero siempre aparecía presta
mi madre, con mil y un menudeces para distraerlo. Llegó un día, sin embargo, en
el que había bajado a la bodega a por una botella de tinto y unas cebollas para
la cena, cuando oí a mis espaldas como alguien entraba a hurtadillas.
Yo estaba ya acostumbrada a las bromas del jardinero, así
que me volví riendo, esperando encontrarle agazapado en las escaleras; pero
quien me esperaba en lo alto era el señor, que había cerrado la puerta tras de
sí. Yo dejé caer la botella del susto, que se hizo añicos a mis pies
salpicándome las ropas de vino. El señor fue bajando las escaleras sin dejar de
mirarme fijamente mientras sonreía nervioso, como divertido del miedo que
estaba pasando.
Yo, desesperada, no vi salida alguna; tan sólo acerté a
agarrar el matojo de cebollas como si me fuera la vida en ello, y me arrimé tan
fuerte a la pared de las botellas que me dejé marcada más de una en la espalda.
Cuando ya estaba arrinconada, la señora y mi madre abrieron
la portezuela, alertadas por el sonido de la botella. Nadie habló: las mujeres
le dirigieron una mirada torva al señor, que se quedó petrificado al saberse
descubierto, yo aproveché para sortearlo y salir de allí como una exhalación.
Me escondí en la cochera y estuve llorando de miedo y rabia
cerca de media hora, hasta que vinieron mi madre y el jardinero a buscarme con
ropas limpias.
Esa tarde los señores tomaron solos el té en una sala
apartada. Los tres pudimos oírles discutir amargamente, pero no me preocupé en
escuchar lo que decían: tomé la decisión de irme esa misma noche de la casa y
así se lo conté al jardinero y mi madre. Ambos acabaron encantados con la idea,
aunque por distintas razones.
Tal y como habíamos hacía unas semanas, preparamos dos
bolsas de viaje grandes: una llena de comida y ropa, para el viaje, y otra
vacía para lo que pudiera robar de la casa. Cuando comprobé que los señores al fin dormían me deslicé entre las sombras,
recogiendo silenciosamente los objetos que tantos días había acechado.
Cuando casi había acabado oí revuelo. Recuerdo que lancé un
juramento y me apresuré a bajar, pero escuche barullo al pie de las escaleras y
me detuve justo antes de que encendieran las luces. Abajo escuché al señor
discutiendo con mi madre, esta le rogaba que se detuviese, pero él le replicó
que debía solucionar el asunto conmigo de una vez por todas.
Asustada, recordé el arma de la que me habló mi madre y
corrí hacia el estudio, soltando por el camino la bolsa con los bártulos.
Mientras abría la puerta de la salita ya oía los pasos del señor subir la
escalera a toda velocidad. Abrí histérica el cajón y, mientras los pasos
llegaban al estudio, tanteé hasta encontrar el revolver.
No había ni llegado a sacarla cuando el señor llegó a la habitación
y encendió la luz. Nos quedamos mirando, como cazador y presa, durante unos
segundos interminables.
Luego, lentamente y con cuidado, comenzó a aproximarse a mi
mientras me hablaba. Me pidió disculpas por cómo se había comportado aquellos
días. Dijo que en el fondo agradecía que yo ahora conociese toda la historia, y
que no pasaba día sin que lamentase cada segundo de su decisión.
Conforme se iba acercando, amartillé el arma sin sacarla del
cajón y pensé en la manera más rápida para salir. Seguramente bastaría con
apuntarle, o quizás con un tiro al aire, el señor ya era mayor y no intentaría
hacerse el héroe. Luego agarraría la bolsa y saldríamos a toda prisa en el
coche.
Pero él seguía acercándose, hablando en un tono cada vez más
dulzón, cada vez más a gusto con la situación. Me dijo que el mismo Dios le
había castigado por lo que había hecho dejándole sin hijos, pero que cuando mi tía
murió lo vio todo muy claro: conmigo su apellido se perpetuaría, y no cometería
los mismos errores que cometió con mi madre.
Estábamos cara a cara, solo separados por el escritorio. Le
podía oler la colonia que siempre se ponía antes de ir a dormir, mezclada con
el aliento fétido de quien se levanta a media noche. Sus ojos no se separaban
de los míos, hechizándolos como las serpientes a los ratoncillos de campo. Me
di cuenta que tenía que elegir entre ser presa o cazador, pero era incapaz de
mover un músculo.
"Nunca jamás -me dijo casi entre susurros- había amado
tanto a una persona a primera vista" y adelantó su mano derecha hacia mí.
En ese momento escogí.
Presioné el gatillo varias veces. Con cada una sentí que la
descarga me golpeaba el brazo como una coz, pero no desvié el tiro ni una sola
vez. Le acerté todos los disparos en el pecho, pero él no se cayó al suelo. Se
quedó mirando como, sobre el blanco del batín, comenzaron a florecer las
heridas carmesíes. Luego me miró una última vez y se desplomó en el suelo. Mi
madre se precipitó en la habitación segundos después. Me vio con la pistola y
se arrodilló junto al señor.
Nunca había imaginado que alguien tardase tanto en morir
cuando le disparaban, ni que sangrase de esa manera. El señor agonizaba en un
charco de sangre que se hacía más grande por momentos, inundando la moqueta y llenando
el despacho de un olor a carnicería. Mi madre le ayudó a incorporarse,
sosteniéndole la cabeza y llenándose las manos y los brazos de sangre. El pobre
hombre boqueaba nervioso, sin acabar de entender que había pasado.
"Te lo advertí, grandísimo hijo de puta" dijo, de repente,
mi madre. "Te dije que esperaría lo que hiciese falta para vengarme,
cabrón, y que no te lo verías venir", siguió, y su tono era cada vez más
frio y desagradable.
Al señor se le inundaron los ojos de lágrimas e intentó
responder, pero la sangre convertía sus palabras en un borboteo desagradable.
Miró hacia el cielo y el brillo de sus ojos se le fue apagando, pero mi madre
ya estaba rabiosa y no le dejó marcharse tan fácilmente: le agarró por el pelo
y la barbilla y le obligó a mirarme. "¿Qué? ¿No querías conocerla ahora?
Pues ahí la tienes cabrón: la que al fin te ha dado lo que mereces hijo de
puta, nuestra hija, sangre de tu sangre". Me quedé de piedra al oírla, sin
entender lo que estaba diciendo.
El señor tembló un poco y exhaló el último suspiro. Mi madre
lo soltó entonces y se incorporó, escupiendo sobre el cadáver. La señora entró
entonces a la habitación, pero cayó llorando al suelo al ver la escena, sin
acertar a decir ni una sola palabra. Mi madre se encaró con ella, pero no
recuerdo lo que se dijeron: en mi cabeza se repetían una y otra vez las
palabras de mi madre.
Corté la discusión entre las dos mujeres, y debí de ser
tajante, porque ambas se me quedaron mirando anonadadas. Lentamente, conforme
se iban ajustando piezas en mi cabeza, le pregunté a mi madre si lo que acababa
de decir era cierto, si el señor era mi padre. "No, cariño -me respondió,
segura de que me decía la verdad- tu padre murió hace muchos años en un pelotón
de fusilamiento. El desgraciado que está ahí solo es el hombre con el que te
engendré. Y ahora, si disparas a esta bruja -señaló a la señora, que agazapada
llorando en un rincón-, al fin seremos libres y recuperaremos lo que nos
arrebataron".
Imagino que si hubiera tenido más tiempo para pensar no lo
hubiese hecho, o igual sí. Levanté de nuevo el revólver y disparé tres veces
seguidas. Es fácil, ¿sabe?, el disparar. El gatillo es suave, apenas tienes que
presionarlo como los tubos de pasta de dientes. Mi madre tembló con cada tiro,
para caer luego al suelo como un árbol tras la tala. Creo que murió del primer
disparo; no le dio tiempo ni a sorprenderse.
Me acerqué a ella en silencio para verla una última vez.
Quería recordarla con el gesto de dulzura que me dedicó durante esas semanas,
pero no quedaba ni rastro. Se fue con la misma mueca de rabia que había tenido
en sus últimos momentos. O quizás siempre había tenido esa cara y simplemente
se desenmascaró al final; quizás era yo la que ya no estaba hechizada por su
melodía y al fin la veía tal cual era.
Me sacó del ensimismamiento el petardeo del coche alejándose
en la noche. Al parecer el jardinero decidió huir de la masacre dejándonos
solas a la señora y a mí. Me quede mirando a aquella mujer, casi una anciana,
que lloraba en un rincón. Sin dejar de mirarla a los ojos, me metí el cañón del
revolver en la boca y presioné el gatillo, pero solo escuché un chasquido
metálico. Lo intenté varias veces más y tire el arma lejos. Luego me senté en
el suelo y rompí a llorar hasta que la policía vino a llevarme. No me resistí.
Ahora ya conoce mi historia.
Espero que se dé cuenta, si es que sirve de algo, que si bien fui yo quien
disparó los cinco tiros, no soy exactamente la mala de esta historia. Y aunque
siga pensando lo mismo que hace media hora y decida salir ahí a entregarme a
los lobos, dígame…
¿Piensa que el castigo que me
impondrán será peor de lo que me he hecho yo misma?
Ejercicios finales (I)
Convertir la siguiente historia en un argumento, cambiando el orden de los hechos, de tal manera que se produzca el efecto de intriga.
Durante la guerra civil española, un cacique rural, casado y padre de familia, combatiente en el lado franquista, encuentra una niña perdida y la acoge en su casa como criada. Con el tiempo, se hacen amantes; ella tiene una hija, a la que envia a vivir lejos, con una hermana suya. Diez años despues, al morir la tía, la niña regresa, descubre de quien es hija, y toma venganza.
Luego, escribir la historia, usando como punto de vista un narrador en primera persona (La niña, concretamente).
Texto de referencia: "Cuaderno para cuentas", cuento de Ana María Matute en el libro "Algunos muchachos".
Valoración Personal: Bueno chicos, lo primero daros las gracias porque ha sido un poco largo (¡más de 3000 palabras!), pero espero que os haya gustado.
No he leido el cuento de Matute, aunque si he ojeado alguna sinopsis y se aleja un tanto de lo que yo he escrito. No obstante, la riqueza de comparar el trabajo no sería solo de cotejar la trama -que Matute enrevesa mejor que yo-, sino tambien comparar el estilo de narración que va empleando. Tendré que agenciarme algo de ella.
Lo que si puedo afirmar es que me he pasado la mitad de lo que me han pedido por el forro de los cojones. Comienzo a sospechar que gran parte del secreto de escribir con gracia radica ahí, en ignorar todo lo que no te parezca interesante, contagiando al lector de tu punto de vista y tus sentimientos.
Y, por encima de todo, molar. Eso aún lo tengo pendiente.
Por cierto, ya que este es un cuento completo he pensado que se merecería tener un título, pero aún no se me ha ocurrido alguno. He pensado que sería mas divertido si me lo sugerís vosotros en los comentarios.
Así que ya sabeis... ¡a comentar!
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