En la mañana temprano se reunió conmigo el señor de Drakenden, Lord Daichi, y desayunamos acordando negocios para cuando volviera. Tras despedirme de él revisé mis bultos: grano, herramientas, provisiones, el mapa de Piri Reis, ropa de abrigo y mi arco con sus flechas. Estaba listo para el viaje
Comenzó a alborear cuando llegué a las puertas de la ciudad, y allí encontré esperando a mi acompañante, sentado sobre su equipaje mientras fumaba de una tosca pipa.
- ¡Ya temía que os hubieseis dormido! -Dijo, mientras apagaba la pipa con unos golpes en la rodilla- ¿Partimos ya, maese Piteas?
- ¡Os veo preparado para viajar, Sir Dremin!. Me alegro que que no seais ninguno de esos paranoicos que no abandonan su armadura ni para vadear un río.
- Y yo de que vos no penseis que esto es un viaje de placer –dijo, señalando el arco que sobresalía en mi equipaje.
La soleada mañana me subía la moral. Estábamos atravesando una ruta nueva hasta ahora: caminábamos por la parte en blanco del mapa, conociendo secretos vedados a los cartógrafos; cada riachuelo y cada bosquecillo eran salvajes y carecían de nombre en ningun registro.
Pero, quitando el romanticismo a la situación, el camino era duro. Las continuas subidas y bajadas del terreno nos cansaban, retrasando nuestra marcha más de lo esperado. El camino a seguir estaba lleno de maleza en muchos trechos, e incluso encharcado en algunas zonas. ¡Lo malo de ser pionero es ir trazando las primeras sendas!.
Para cuando, al medio día, hicimos una breve parada, apenas habíamos recorrido una pasaranga y media. Tras un breve descanso, y una frugal ración de cecina y cafe, hablamos de corregir nuestra ruta más hacia el este; así recorrimos aún media pasaranga más, saliendo a una llanura elevada, antes que Dremin me advirtiese:
- Maese Piteas, anochecerá en breves. Si hemos de pasar la noche aqui, pararía para poder hacer un refugio.
- ¿Quizás en las lomas? -Dije, señalando la zona de la que habíamos salido.
- No, mucho mejor aquí. Si nos damos prisa podemos construir una pequeña defensa para la noche.
Como no me gusta que me interrumpan el sueño, hice la primera guardia. Dremin se acurrucó en la calidez de la improvisada cabaña mientras yo, arco en mano, me acomodé sobre la salida, oteando la oscuridad creciente. Ya había visto llegar a los monstruos en otras ocasiones -desde las murallas de Drakenden o las alturas de Valinor- pero esa noche estaba inquieto por su cercanía: tan sólo me separarían de ellos los escasos dos metros de altura de nuestro refugio.
Y no se hicieron esperar. Conforme la luz de la luna se derramaba caprichosa, comencé a distinguir, como salidas de ninguna parte, las sombras torpes de los muertos y el blancor óseo de los arqueros sepulcrales. Sin embargo, ocurría algo extraño.
Incluso en los lugares mejor defendidos, los monstruos siempre tienen algo parecido a una malsana curiosidad, esta les lleva a cercarse hasta los humanos, sin reparar por donde pasan. Pero esa noche los seres pululaban lejanos, como temerosos de acercarse, justo en el límite de las lomas. Y al norte, donde la llanura donde estábamos se interrumpía con bosquecillos, un fulgor malsano le robaba la luz a las estrellas conforme la luna subía en el cielo.
Desperté a Dremin con un suave puntapié, sin perder ojo a nuestro alrededor. Tras un par de juramentos escaló hasta la abertura y se quedo tan sorprendido como yo. Y asi estuvimos largo tiempo, sin decidirnos a hacer realmente nada pues, ¿y si fuera alguna treta de los monstruos?.
- No atacan – Musitó Dremin para sí.
- No. Llevan pululando toda la noche, ni tan siquiera se han acercado.
- Maldita sea ¿Qué coño pretenden?
- Ni idea... ¿ Habéis visto alguna vez algo parecido?
- Los monstruos son astutos, –dijo, mientras descendía de vuelta al refugio a por su pipa– y ya los he visto tender trampas mas de una vez. Se ven cosas raras en los bosques de Norsk, pero esto... –volvió a la abertura, encendiendo el tabaco– en mi vida.
- ¡Mierda, lo consiguieron! -exclamó de repente Dremin- ¡Ya me han desvelado!
- Lo siento –comenté absorto- ¿preferíais que no os hubiese avisado?
- De ninguna manera Piteas... ¿No teneis ganas de saber que son esas luces?
- Claro pero –señalé con la cabeza a las lomas- ¿Y los bichos?
- Estamos en una llanura, -comentó pensativo– creo que les veremos venir, y nos dará tiempo de volver si no nos alejamos demasiado.
Dremin, espada en mano, iba por delante marcando el camino con antorchas. Yo lo cubria desde cerca con el arco, atisbando entre las arboledas. Un par de veces disparé, seguro de haber escuchado algún gruñido, pero sólo fue para asustar a cerdos salvajes o aves noctámbulas.
Estabamos en tensión, asi que no medimos ni el tiempo, ni la distancia que nos iba separando del refugio. Cuando llevábamos un buen rato de camino los bosques dieron lugar a un arenal, este se extendía un pequeño trecho y caía bruscamente hasta una bahía abierta a nuestros pies, de la cual llegaba la extraña luz.
No nos costó encontrar una duna tras la que observar con cuidado. La pequeña bahía se extendía sobre todo ante nosotros, abrigada por las paredes de un gran cortado de cal. En mitad de ella se elevaban imponentes dos torres imponentes, de color dorado y fulgor propio, que parecían ser la fuente de aquella luz. Rodeando las torres, se distinguían por doquier ruinas de casas, cimientos y paredes destruidas (¿o a medio hacer?), que extendían sombras macabras y distorsionadas por la playa.
Al principio pensamos que las torres estaban abandonadas, pero pronto pudimos atisbar sombras que se movían entre las ruinas. Altas y deformes –quizás porque la luz no nos dejaba verlas con claridad-, resultaban vagamente humanas, pero su forma dejaba demasiado a la imaginación como para que me guste recordarlas.
- ¿Que serán esas torres que...? - Me detuve asustado al recordar donde nos encontrábamos, donde calculé que podríamos haber llegado si no nos hubiésemos desviado hacia el este.
- Que os pasa Maese Piteas
- Sir Dremin, eso no son torres... –dije, con voz entrecortada- son misiles.
Cuenta la leyenda que Lodak, el rey de aquellas zonas, quería sojuzgar a Serveria y sus Adm. Como la Guardia de acero de Edrón desbarató su ejercito, el monarca pactó con fuerzas oscuras para tener poder y destruir las ciudades de Edron y Espaún.
Dicen que el mismo Darth Lagg le oyó y le regaló dos misiles, mucho mas poderosos que la dinamita de los Adm. Para guardarlos, sus demonios le construyeron en una noche la triste ciudad que se extendía ahora ante nosotros.
Algunos dicen que el precio que Dart Lagg pidió fué demasiado alto para el rey, y que el demonio le arrastró hasta sus abismos; otros relatan que la propia Muerte se le apareció al monarca, llevándole con el al infierno para defender Serveria. Sea como fuere, la zona quedó despoblada, salvaje y peligrosa. Y pese a que la vegetación crece allí de una forma voluptuosa y febril, por nada del mundo tomaría de sus frutos ni bebería su agua.
Aunque el darnos cuenta de donde estábamos nos asustó, seguimos espíando la maldita construcción. Al rato vimos como dos de aquellas sombras comenzaron a subir hacia nosotros torpe y descompasadamente. Aquellos seres, sin embargo, avanzaban veloces por los senderos, por lo que decidimos retirarnos rápidamente al refugio.
Aunque luego Dremin lo negase, caminamos mucho mas rápido, azuzados por el miedo, de lo que habíamos venido. Para cuando salimos de los bosquecillos a la llanura donde teníamos el chamizo ya había comenzado a clarear, y entre las lomas podíamos ver a algunos monstruos huyendo de la luz sol.
Decidimos alejarnos de aquella zona lo antes posible, pese a que estábamos derrengados. Así que hicimos de nuevo los petates, desayunamos fuerte -esta vez con abundante café- y partimos hacia el noreste, como habíamos decidido el día anterior.
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