lunes, 21 de marzo de 2011

El viaje V - Mons Cayvm

El cielo comenzaba a clarear cuando salimos de las tierras de Dremin. Partimos en barcazas, costeando el mar interior y remontando el rio Cayvm hasta donde pudimos. El sol nos encontró echando el pie a tierra, en las estribaciones del monte.

La vegetación aquí se nos antojaba exuberante. Las hayas, los pinos y los arbustos crecían frondosos y retorcidos, tanto que sólo podíamos subir por los caprichosos senderos que creaban los arrollos durante el deshielo.

Muchas veces, ante una encrucijada, tomábamos un camino para luego, tras un recodo, ver como quedaba ciego por la vegetación, o moría en una fuente; y entonces desandábamos el trecho para volver a probar suerte.

Pese a que nos retrasó bastante avanzar por semejante laberinto, íbamos descansados y ligeros. Gracias a ello, emergimos de las faldas boscosas del Mons Cayvm sin que fuera aún media mañana, y así llegamos hasta sus empinadas laderas, ahora apenas salpicadas de elegantes abetos.

Subíamos por territorio virgen, así que decidimos tomar un descanso, recuperar fuerzas con el especiado té enano y decidir cual sería el mejor camino para alcanzar la senda de los Lagos Altos. El día había salido claro y, en aquella inmensidad, nuestra vista dominaba toda la costa norte del mar interior: las insular Baronía de Dremin se veía cercana, y aún distinguíamos, pequeño en la lejanía, Castro Cubum.

Reunidas fuerzas, emprendimos la subida por una ladera suave, pero cubierta de gravilla –la cual nos dió más de un susto al hacernos resbalar. Pronto nuestros pasos nos llevaron a la orilla de un rio, que bajaba fuerte y decidido la montaña y nos habría de guiar hasta los Lagos. Remontando este cruzamos un ultimo paso entre peñascos y... habíamos llegado.

A nuestro alrededor ya no crecían árboles; en su lugar, una corta y espesa manta de hierba cubría todo el suelo, agarrándose a la tierra y confundiéndose con el liquen sobre las rocas. Frente a nosotros, con una bullente cascada, nacía el río que nos había guiado en un ibón que parecía contener un trozo de cielo.

Bordeando este lago cruzaba la senda que veníamos buscando, señalada tan sólo por pequeños cairns a cada trecho y valiéndose de precarios troncos para cruzar por encima de los arrolluelos. Nos incorporamos a ella animados, pues el camino sería algo más llano y seguro a partir de ahora, pero en este lado del monte el tiempo comenzó a empeorar por momentos.

Las nubes se agolparon a nuestro alrededor -algunas de ellas a ras de suelo, como una niebla fría y molesta- y apresuramos el paso para evitar que una tormenta nos sorprendiera allí desguarnecidos. Caminábamos taciturnos y embozados en las capas de viaje, cuidando el paso para no caer a los arroyos de aguas heladas, cuando las nubes se despejaron un poco y pude ver, a unos metros de nuestro camino, un gigantesco palacio de hielo surgir de uno de los lagos.

Quise acercarme a verlo de más cerca, pero Dremin me instó a seguir caminando, pues en las tierras de los enanos se oían extraños cuentos acerca de viajeros que se habían adentrado en esta senda y, llamados por las maravillas de la montaña, jamas habían vuelto. Además, ya se oían en la lejanía rumores de truenos, y para mi la tormenta en ese lugar era un adversario mucho mas temible que cualquier leyenda.

Sería media tarde cuando encontramos una de las sendas que descendían de los lagos hasta la cara oeste del MonsCayum. Esto era tierra conocida para mi, por lo que recobré fuerzas y optimismo. Descendiendo por una pista bien marcada y en muy poco tiempo, volvimos a estar al abrigo de un bosque de abetos, casi a la vez que comenzaba a nevar copiosamente.

Pese a que no había llegado todavía el anochecer el día se oscurecía por momentos, así que apretamos el paso para llegar pronto al refugio de Maese Trevas. Bendije al cielo cuando los árboles se separaron para dejarnos ver, unos metros por debajo, el claro y la casa de mi amigo el escultor. Seguro de llegar por fin a un refugio, caminé decidido hacia la puerta de la casa, cuando sir Dremin me agarró de un brazo y me apartó a un lado del camino.

  • Cuidado, Maese
  • ¿De qué? Trevas es un amigo, no os preocupeis por eso. No creo que le importe que hagamos noche.
  • No hablo de eso Piteas – me cortó, mientras señalaba a la puerta de la casa, levemente entreabierta. No se distinguía luz dentro, pero un murmullo incesante delataba habitantes.
  • ¡Genial, hay gente! Quizas han estado de caza y acaban de... – me detuve al instante, mientras un escalofrío recorría mi espalda.

Y es que entonces pude distinguir como un Creeper, con sus tristes y muertos ojos, salía de la casa de Trevas. Dremin me instó a ocultarme mejor entre el brezo: cansados, cargados y medio congelados, éramos presa fácil para el monstruo.

Permanecimos escondidos hasta que el Creeper marchó del claro. Como el rumor de voces seguía oyéndose, nos acercamos sigilosos a la casa para otear su interior, pensando que quizas habría alguien atrincherado contra los monstruos, o tal vez algún herido.

Para mi sorpresa, y a pesar de que la nevada ya era copiosa, la puerta y los ventanales estaban abiertos, y a través de ellos se podía distinguir un grupo de gente vestida en harapos, caminando arriba y abajo del salón mientras parloteaba sin parar.

Conforme el ocaso convertía los bosque del MonsCayvm en una boca de lobo, la oscuridad se iba adueñando del interior de la casa, pero los hombres no paraban su continua charla a pesar de no haber encendido ninguna lumbre. Como locos, balbuceaban sin sentido, caminando de un sitio a otro, tropezando con los muebles y hablando con el aire.

Alguno de nosotros rompió una pequeña rama, y el rumor de la gente cesó al instante. Dremin y yo nos encogimos en la oscuridad que ya reinaba en el claro, seguros de que no nos verían. Pero, al tenue contraluz, distinguimos que aquellos hombres comenzaron a olfatear, como lobos buscando el rastro.

Uno de ellos miró donde estábamos, y se me heló la sangre en las venas. Los inmensos y sobrecogedores ojos de aquel ser -pues de seguro no era humano- brillaban sin pupilas en la oscuridad. Nos señaló con un dedo huesudo y, abriendo una boca llena de afilados dientes, chilló en nuestra dirección.

Dremin y yo nos precipitamos a la espesura, poniendo tierra por medio. Detrás nuestra escuchamos algarabía y atropellos: los seres se agolpaban para intentar salir por la ventana y darnos caza.

Corrimos al límite de nuestras fuerzas, siempre ladera abajo. No puedo recordar bien cuanto tuvo que durar aquella huida entre la inmensidad del bosque, pero se me hizo eterna y espantosa. Los árboles, que hasta hacía poco habían representado un abrigo ante la tormenta, eran ahora un laberinto lleno de susurros y oscuridad.

Al cabo de un buen rato, a punto de caer extenuados, llegamos a las ruinas cubiertas de nieve de algúna pequeña capilla, perdida en el bosque. Dremin, a sabiendas de que no podríamos seguir a ese ritmo mucho tiempo, me sugirió defendernos en ella, pues aún parecía conservar el piso superior en pie (aunque sin techo que nos sirviese de cobijo).

Entramos apresurados, comprobando que podíamos subir hasta la parte de arriba con facilidad, y preparamos unas improvisadas defensas. Con unas piedras cercanas obturamos el acceso desde
 la parte baja a la alta, y ayudé a Dremin a colocarse una cota de cuero blando por si llegábamos a las manos.

Desde el segundo piso, ocultos entre las copas de las hayas, podíamos distinguir como aquellos seres iban llegando hasta las ruinas y rodeaban el templo buscando algún lugar por donde atacar. Dremin encendió una antorcha y la arrojó lejos, iluminando un grupo de monstruos agazapados, que chillaron amenazantes. Disparé de seguido una andanada de flechas hacia allí, y di seguro en el blanco, pues los chillidos dieron paso a un desagradable gorgoteo

Los seres se lanzaron entonces en tropel, llenos de furia ciega e intentando asaltar por todos los lados. Recuerdo que me parecieron animales hambrientos, que se abalanzaban sobre su presa sin pensar, fruto del ansia. Mis flechas consiguieron derribar a algunos pero, entre mis manos entumecidas por el frío y la velocidad a la que se movían, no podía sino disparar a bulto y pronto gaste un carcaj entero. Dremin, por su parte, caminaba a un lado y otro del piso, hacia donde los seres conseguían trepar o saltar, abatiéndolos de dos hachazos, para luego tirar el cadáver al resto.

Cuando tuve que sacar mas flechas del petate, unos cuantos treparon por mi lado rodeándonos. Pese a que Dremin les rechazó, hondeando su hacha a diestro y siniestro, llegaron a morderle en el costado, que comenzó a sangrar profusamente.

Pude volver a disparar y lancé de nuevo una lluvia contra los más cercanos, dándonos un respiro. Sin embargo, para cuando nos preparábamos para un segundo asalto, los seres llegaron olisqueando hasta algunos de sus propios cadáveres, para luego despedazarlos entre varios y adentrarse de nuevo entre los árboles.

La calma se adueñó de nuevo del lugar. Oteé los alrededores, pero aquellas criaturas parecían haber desaparecido sin dejar rastro. Me volví, contento hacia Sir Dremin, para encontrarle apoyado en una de las pocas paredes de piedra aún de pie, con el hacha caida a tierra y conteniendose la herida.

  • ¡Sir Dremin! ¿Estais bien? - me dirigí hacia él con dificultad, pues el frio ya había calado en mí.
  • No, Piteas, no. Pero no os apureis, que de peores he salido. - No sin dificultad, se encendió la pipa con dedos entumecidos.
  • Dios, estais... ¿puedo parar la herida? En el petate tendremos algo.

Mientras Dremin se desangraba y yo notaba la fiebre creciendo dentro de mi, la tormenta arreciaba sobre nosotros, fría y cruel. Conseguí parar la herida –aún no se muy bien como– pero Dremin cayó agotado antes de poder darse cuenta. Por mi parte, me arrebujé entre unas mantas que llevaba en el petate, y permanecí la noche en duermevela. Continuamente me acosaron por las alucinaciones de la fiebre, en forma de los espantosos vagabundos del Mons Cayvm.

Dremin despertó con la alborada del dia siguiente, débil y casi helado de frio, para encontrarme demacrado y ardiendo por pulmonía. Para poder proseguir me dió un poco de Pyramidum enano, y reemprendimos viaje ladera abajo.

En el precario estado en el que nos encontrábamos avanzamos ridículamente lento. Pero con el medio día llegamos por fin al otro lado del monte. Las laderas boscosas dieron paso a suaves colinas, y el olor del mar nos dio fuerzas para continuar hacia delante. Cuando paramos para intentar comer algo –Dremin no tenía hambre y yo vomitaba todo cuanto comía– consulté el mapa para ubicarnos.

Me alegré mucho al reconocer la zona donde habíamos ido a parar en nuestra huida: era el Mar Escarlata, la lengua salada que une los mares de Norsk y del Norte. En aquella zona vivía un viejo amigo de tiempos jóvenes, cuando era un mercader en bahía del sol: el astrónomo Reshef.

No costó dar con su casa, oteamos la playa abarrotada de hierba desde las lomas y en seguida vimos una gran cabaña, de techos de cristal y por cuya chimenea salía un humo que prometía hogar. Dremin me ayudó a llegar en último tramo, pues la fiebre volvía a subirme y ya hacía un rato que escupía sangre por la tos.

No me puedo imaginar lo que paso por la cabeza de mi amigo cuando, al abrir la puerta de su casa, se encontro dos deshechos humanos tan malheridos.

  • ¡Reshef! - exclamé soltándome de Dremin, tambaleándome para poder dar una abrazo a mi antiguo compañero
  • ¡Dios santo Piteas! ¿Que os ha pasado?¿Venis acaso desde Ramaverde?
  • No, nosotros – pero no pude continuar, un ataque de tos me hizo doblarme y casi caer al suelo.

Reshef nos hizo pasar a su casa –que, por humilde que fuera, me pareció una autentica mansión– y entre Dremin y el me recostaron en un diván. Aterido de frio, me hice un bulto y observé en silencio como el caballero y el astrónomo conversaban sobre lo que habíamos pasado.

El calor y los inciensos de la casa me relajaron, y los colores del turbante y la túnica de Reshef se fueron transformando en manchas que bailaban a mi alrededor, arrastrándome a un sueño reparador.

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