Desperté inquieto, sin apenas recordar lo sucedido durante la noche, y con un espantoso dolor de cabeza. A mi lado, una doncella llenaba de agua una palangana a los pies de mi cama.
- Buenos dias señor – sonrió la doncella.
- Buenos... ¿mi equipaje? ¿Dremin?
- Tranquilizaos, vuestro equipaje esta allí – señaló un armario en el cuarto donde me encontraba, mientras me retiraba las sábanas
Pude comprobar entonces que tenía el pecho vendado, y recordé el ataque desde el castillo, la carga de los enanos...¿Donde estoy? - Pregunté al rato, mientras la doncella cambiaba las vendas por otras limpias.
- En Castro Cubum, por supuesto – respondió la chica sonriendo para si. - ¿No os acordais de nada realmente verdad?
- ¿De nada? Claro, el ataque, sir Dremin volvió...
- Estabais muy herido, y habíais perdido bastante sangre, – dijo la doncella – así que los soldados os dieron Pyramidum para que aguantaseis el viaje hasta aquí.
Pese a la conversación, la joven no retiraba su atención de las curas: quitaba y ponía las vendas y extendía unguentos con dedos ágiles.
- ¿Drogas os referís?¿Por eso me duele la cabeza?
- Sí, algo así; lo cierto es que os soltó bastante la lengua... - La chica sonrió, pícara, mientras recogía todo en una caja de madera pintada.
- Dios, er... siento si dije algo fuera de...
- No os apureis, Maese Piteas – rió la doncella - tampoco fuisteis demasiado grosero. Creed que he oido cosas peores. Ahora descansad, avisaremos a Dremin de que habeis despertado.
La muchacha salió de la habitación. En cuanto el dolor de cabeza se hizo tolerable la desobedecí, y me levanté para examinar el estado de mi equipaje. Había algunos útiles rotos, ropa rasgada, pero las semillas estaban intactas y en su lugar.
Dremin entró mientras terminaba de guardar el petate.
- ¿Ya de pié? Claro, vuestro equipaje... defecto profesional.
- No, no – respondí turbado mientras volvía a sentarme a la cama – tenía miedo de que algo se pudiera haber roto y – Dremin me cortó con un gesto.
- Tranquilo, tranquilo, era broma. ¿Como os encontráis? - El caballero, que ahora estaba vestido con ricas ropas de noble, tomó asiento cerca de la cama.
- Dolorido, jodido... vivo. Muchas gracias.
- Por Dios, Piteas. Os estais jugando la vida por llevar grano a mi ciudad. Soy yo el que os las debería dar en nombre de Norsk. No comencemos.
- Bien. ¿Podremos partir pronto?
- Hoy y mañana descansaremos, que os hace falta. Pasado al alba unos guardias nos escoltarán hasta las tierras de mi familia. - De un bolsillo, Dremin sacó su pipa - ¿quereis dar una vuelta?.
Me puse una saya holgada, y salimos a andar un poco por Castro Cubum. Era una pequeña fortaleza que vigilaba desde arriba una agradable aldea. Partían de ella dos caminos elevados, fabricados en duro cristal enano, que llevaban hasta dos fortalezas gemelas en picos cercanos, sin necesidad de pasar por el abrupto terreno y dominando la zona.
A estas alturas de mi relato, considero apropiado señalar que el apelativo "enano" de los orientales no les hace justicia. Se les compara con estas criaturas por su amor con las artes de la fragua y la minería, pero haceros a la idea que la altura del mismo Dremin es semejante a la mía, y con él la de todos los habitantes de la región.
La tarde ya estaba avanzada, y los rayos ambarinos del ocaso jugueteaban a través de las vidrieras, cuando paseamos por los corredores de cristal, cruzándonos con el cambio de guardia. Caminábamos pausados, mientras Dremin me narraba como la noche anterior había encontrado una patrulla. Le siguieron prestos cuando les hubo enseñado el sello de su casa, y llegaron justo a tiempo para sacarme de allí.
Después de rechazar el ataque, los hombres le habían dicho que en esa zona también estaban aumentado en virulencia los ataques de los monstruos; sobre todo en los alrededores del "Castillo del mal Hospedaje", que era como llamaban a la fortaleza de la que habían partido los jinetes de arañas que nos atacaron.
Paramos al llegar al "Fuerte catarata", llamado asi por la cascada que nacía en el peñasco en el que estaba ubicado. Allí nos quedamos un rato, viendo ocultarse el sol. Metros debajo nuestra, los monstruos salían de sus cubiles a la noche.
- Los ataques aumentarán a partir de ahora – dijo Dremin, mientras miraba como la luna salía tras el horizonte.
- Me imagino. ¿ Creéis que algún enano nos acompañará hasta Norsk?
- Ni de casualidad – Hizo una pausa para exhalar una gran voluta de humo. El humo de su pipa era agradable: olía a hogar. - necesitan todos los refuerzos para cubrir las fortalezas.
- No creo entonces que podamos volver a hacer noche al raso – observé las montañas al norte.
- Exacto, – dijo taciturno – eso limita nuestro viaje ¿verdad?.
- Algo, Dremin. Pero creo que podemos seguir, mirad. - Le señalé un pico cortado que se distinguía en lontananza - ¿Veis esa montaña?
- ¿Mons Cayvm?
- Exacto. Tengo un amigo, Trevas el Escultor, que tiene una fortaleza en su cara oeste. Con un poco de suerte, y si partimos temprano, podríamos llegar a ella antes de la tarde siquiera. Al día siguiente no tendríamos mas que bajar por las sendas del norte, que tengo entendido son bastante seguras y transitables, incluso en invierno.
La noche, morada, ya nos había cubierto. La guardia nocturna guardaba silencio y sólo se oía el rumor de la cascada bajo la peña. Sir Dremin aspiró la pipa y el resplandor rojizo de la lumbre iluminó su cara barbuda.
- Me convence, –dijo, tras soltaba el humo.- iremos a ver a ese Trevas.
- ¡Perfecto!
- Pero mañana, maese, pasaremos el día en mis tierras. ¡Ya que estamos aquí quiero presumir de ellas!
Al dia siguiente, tras un copioso desayuno al estilo enano –manzanas, panceta frita, huevos, queso del llamado brie, tostadas, buñuelos y abundante té ahumado de raices– partímos rodeados de un grupo de cazadores hasta las tierras de Dremin.
Para fortuna de mi maltrecho cuerpo, obsequiaron a Dremin con un par de Ponys orientales, bestias peludas que cabalgan sin apenas mover al jinete, con lo que fué sin lugar a dudas la jornada más cómoda de todo nuestro viaje.
A media mañana llegamos a la Torre de Agbar –la legendaria ruina que se vuelve más jóven cuan pasa el tiempo– y nos despedimos de nuestra escolta. Les regalé café y especias de Valinor, y ellos a su vez me dieron un elegante frasco de latón del rico té ahumado que preparan.
Tras eso, cruzamos un pequeño bosquecillo, y por fin llegamos al puente que marcaba los territorios de los Dremin: un conjunto de islas en el mar interior, fértiles y seguras. Los guardias, reconociendo a su Sir, nos recibieron con alegría y se encargaron de nuestros equipajes y monturas.
Comimos prácticamente al llegar, en un cenador sobre las blancas playas de la isla principal. Tras una breve sobremesa, en la que le regalé los oídos a Dremin elogiando el lugar, el caballero me llevó hasta un lugar que deseaba enseñarme: un bajo edificio, de simple pero elegante estructura.
Para fortuna de mi maltrecho cuerpo, obsequiaron a Dremin con un par de Ponys orientales, bestias peludas que cabalgan sin apenas mover al jinete, con lo que fué sin lugar a dudas la jornada más cómoda de todo nuestro viaje.
A media mañana llegamos a la Torre de Agbar –la legendaria ruina que se vuelve más jóven cuan pasa el tiempo– y nos despedimos de nuestra escolta. Les regalé café y especias de Valinor, y ellos a su vez me dieron un elegante frasco de latón del rico té ahumado que preparan.
Tras eso, cruzamos un pequeño bosquecillo, y por fin llegamos al puente que marcaba los territorios de los Dremin: un conjunto de islas en el mar interior, fértiles y seguras. Los guardias, reconociendo a su Sir, nos recibieron con alegría y se encargaron de nuestros equipajes y monturas.
Comimos prácticamente al llegar, en un cenador sobre las blancas playas de la isla principal. Tras una breve sobremesa, en la que le regalé los oídos a Dremin elogiando el lugar, el caballero me llevó hasta un lugar que deseaba enseñarme: un bajo edificio, de simple pero elegante estructura.
Las pocas ventanas apenas eran del tamaño de aspilleras por lo que, en el interior, reinaba una luz mortecina. En la semioscuridad del fui distinguiendo bancos, un sencillo altar de obsidiana, y un retablo curioso: una representación de un cubo desplegado, mostrando todas sus caras de vez, realizada con piedra, lava y cristal enano.
No era la primera vez que lo veía: la filosofía del cubo había entrado hacía años en Serveria, causando problemas entre los nobles locales. Renegaba de los dioses y los derechos divinos, reclamando que villano y señor eran iguales y ambos tenían que responder por igual a sus vidas.
Contraria al resto, no prometía un paraiso despues de la muerte, sino que recordaba lo temporal de los hombres en este mundo, e instaba a que cada uno -siendo libre de mandamientos sagrados- fuera responsable de su vida y actos.
Yo, que había vivido años en ciudades libres como Espaún o Valinor, simpatizaba con ella, pero no esperaba encontrármela en las tierras del norte, una zona de reyes feudales.
- Bienvenido al templo del cubo, maese.
- Un lugar de recogimiento –dije mientras me adentraba; la temperatura en la sala era calída y agradable.
- Y de reflexion, –dijo Dremin dirigiéndose al retablo– para recordar lo que al fin y al cabo somos.
- Cubos somos –afirmé.
- Y en cubos nos convertiremos, tarde o temprano.
Dremin quedó ante el altar con la mirada perdida.
- Y ya que no podemos evitar nuestro final, - continuó el caballero - al menos podemos dirigir nuestro camino mientras tanto.
- Habláis más como un burgués que como un Noble, Dremin. ¿Tienen vuestros siervos el mismo control sobre sus vidas? - comenté sarcástico.
- No os riais Piteas: soy justo con ellos y les pago bien. Pueden disponer de mis tierras para vivir, o marchar cuando quieran. Trabajan para mí, no son mios.
- No todo los nobles piensan así.
- Yo no soy todos los nobles. Soy Dremin.
Luego pasamos detrás del altar, hasta unas escaleras bien iluminadas que se hundían en las profundidades. Allí se encontraban las salas donde Dremin vivía cuando llegaba a sus tierras. Arrancadas a la tierra, y bajo las agua del mar interior, estaba contruida prácticamente una mansión: alojamientos, almacén, forja.
El caballero me guió a través de un pasillo que se abría a un bosque de columnas –en el que sin duda me habría extraviado de no guiarme Dremin-, hasta salir a la superficie mediante unas grandes escaleras de piedra.
Al volver a subir, pude ver como anochecía en mitad del mar cristalino; nos encontrábamos con una isla bastante mas aislada del resto, con tan sólo un puerto contruido, pero en el que estaba amarrado un barco mas grande incluso que el Astetanic de Espaún.
El caballero me guió a través de un pasillo que se abría a un bosque de columnas –en el que sin duda me habría extraviado de no guiarme Dremin-, hasta salir a la superficie mediante unas grandes escaleras de piedra.
Al volver a subir, pude ver como anochecía en mitad del mar cristalino; nos encontrábamos con una isla bastante mas aislada del resto, con tan sólo un puerto contruido, pero en el que estaba amarrado un barco mas grande incluso que el Astetanic de Espaún.
- ¿Que os parece el "Hades"? - Dijo Dremin al ver mi cara de admiración.
- Increíble, sir. Os habrá costado...
- Años de trabajo, si – encendió su pipa – pero en breves estará acabado, y patrullará por el mar interior.
- Es imponente
- Tiene que serlo –abrió los brazos, como queriendo describir lo intangible- por encima de un barco será el símbolo que ha de unir a lo enanos.
- ¿En un nuevo reino?
- No, por dios; -meneó la cabeza y chupó de la pipa– no creo que haya dos enanos que estén de acuerdo en como gobernar. Tendría que ser una confederación, una liga... lo que sea, pero unidos.
- Un sueño grandioso.
- Por eso lo continúo, -exhaló el humo y se volvió a mirarme– yo, maese Piteas, adoro viajar, como vos. Esto es el sueño de mi abuelo, que mi padre continuó y yo acabaré.
- ¿Y entonces dejareis de viajar para dirigir el barco? -me aproximé a la nave, admirando la técnica enana en cada detalle.
- Entonces... -la mirada de Dremin vagó perdida unos instantes, pero luego sonrió y me miró decidido- ya veré lo que haremos entonces.
Quedamos así, en silencio, durante un buen rato. Luego volvimos por el bosque de columnas hasta las salas, donde cenamos y nos recogimos temprano. Al día siguiente comenzaba una jornada que se prometía dura.
En aquel momento, ni me imaginaba todo lo que se desencadenaría los próximos días. Quizas por eso dormí tan agusto.
En aquel momento, ni me imaginaba todo lo que se desencadenaría los próximos días. Quizas por eso dormí tan agusto.
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