jueves, 28 de septiembre de 2017

Doce instantes



Swing de relojes
compás de rumor quedo
música de hogar.

Yerro nervioso
presiento la marea
¿hueles la magia?

Patio nocturno,
inmenso e íntimo:
quietud oscura.

Nada se mueve
suenan ecos distantes
cierro mis ojos.

Cabalgo solo
cruzando mi desierto
brotan recuerdos.

De las arenas
exhumo mi pasado:
abro la caja.

¡Cofre vacío
hoy rebosas memorias,
te desparramas!

Cae la tormenta
mas crecí en el destierro:
ya no la temo.

Fluye la vida
acompaso su ritmo
arde mi alma.

Alcanzo la paz
cruzando la tempestad
¿vuelvo a ser yo?

Caricias frías
el viento me abriga
como de niño.

¡Cierzo aullante
prende mi futuro con
alba otoñal!

jueves, 14 de septiembre de 2017

Kitsune II - El monje [CAPITULO I]



El monje perdió la cuenta de las horas que había permanecido bajo la cascada, sintiendo sobre sus hombros el dolor y la fuerza del agua, su frío gélido penetrando en los huesos.
Intentaba alejar su mente de aquel lugar, de aquellas sensaciones que harían desesperar al más aguerrido de los soldados. Solo ignorando la tortura autoimpuesta, podría alcanzar la iluminación y ser uno con la naturaleza, ser uno con el mundo.
De pronto, algo lo sacó de su ensoñación. El estruendo incesante y atronador de la cascada hacía eco en su cabeza; pero hubiera jurado haber escuchado, en la distancia, el grito de terror de un niño pidiendo ayuda.

Sara abrió los ojos a la noche.

Quieta en la oscuridad, sin mover un musculo, paseo la mirada por la habitación en busca de lo que le había despertado. Las cortinas estaban descorridas y, de vez en cuando, una ráfaga de luz bañaba la habitación desde la autopista.

Pero no era eso. Había agua allí abajo. Y alguien gritaba.

Las formas a su alrededor se fueron definiendo, devolviéndola a lo cotidiano. La silla junto a su cama, con la ropa arrebujada y el sujetador colgado del respaldo, el armario enorme que no acababa de cerrar bien y el crucifijo de su abuela que aún no se había decidido a quitar.

Es la hora. Se acabó la tregua.

Miró el despertador: eran las tres y veinte de la mañana y se había desvelado por completo. Calculó cuantas horas de sueño le quedaban si se volvía a dormir ahora.

  • Se acabaron los madrugones un tiempo –le había dicho el médico-, plantéatelo de esa manera.
  • No tengo problema en madrugar –había protestado-, se puede correr por la calle, la piscina esta vacía…
  • Ya, pero nuestra prioridad ahora es el sueño.
  • Sera mi prioridad, capullo –le dijo a la habitación mientras se desperezaba.

Apagó el despertador, resignada a dar un paseo nocturno hasta que le entrase el suelo, otro día que no se despertaría a las seis.
Bajo los pies de la cama, hasta sentir la cuchillada de frio de las baldosas. Disfrutó de la sensación, arqueando las palmas de los pies hasta que comenzaron a entumecérsele los dedos.

  • Un centímetro más a la derecha y te habrías quedado paralizada desde aquí –dijo la cirujana que le extrajo la bala, señalando el pecho- hasta los pies.
  • ¿Cómo Superman?

Nadie cogió la referencia, o a lo mejor la cogieron pero no les hizo ni puñetera gracia.
  • Cinco minutos sin amigos –le habría respondido Daniel. Pero Daniel ya no estaba. Se había ido hace muchos años.
Se lo habían llevado. Abajo.

Se desperezó y comenzó el peregrinar a oscuras hasta la cocina. A mitad de pasillo, se machacó el meñique del pie con una de las estanterías nuevas y comenzó a gritar juramentos a la oscuridad.

En ese momento la reforma le parecía la mayor tontería del mundo. Había conseguido transformar la acogedora casa de pueblo de su abuela en un catálogo de ikea particularmente cutre y con una manía homicida por los dedos de los pies.

Apoyó la espalda en la pared –quitar el estucado SI que había sido una buena idea- y se deslizó hasta quedar sentada en el suelo. El frio traspasaba limpiamente las bragas de algodón, congelándole el culo, y Sara se acordó del pijama de invierno nuevo. Las amigas se lo habían regalado cuando les dijo que se volvía al pueblo “a pasar la baja”.

El pijama se había quedado en la silla, amontonado con la ropa de calle. Lo usaba para ir por casa, pero le encantaba dormir sólo con la nórdica. Y en bragas porque le tenía que bajar y no quería joder las sábanas, que si no habría estado bien feliz en pelotas.

Ahora, con el meñique machacado y el culo y las piernas heladas echaba mucho de menos el pijama. Se río bien a gusto en la oscuridad por la tontería y se frotó el pie hasta que dejó de dolerle. Puede que fuera por la adrenalina y todo eso, pero le daba la sensación de que el tiro le había dolido menos.

  •  ¡Pero me repongo a toda ostia! –dijo, levantándose.
  •   Si, lo del disparo mejora muy bien –le había repetido el médico-, pero no te vamos a dar el alta.
  • ¡Pero si no me ha afectado a la movilidad! –se quejó-, y del esfuerzo, bueno, esta mañana me he hecho diez kilómetros, usted dirá.
  • Has recibido un disparo de los malos…
  • ¿Los de los malos no son los que te matan!
  • ¡Ya me entiendes! –prosiguió el médico-, y no es solo eso. Pesadillas, ansiedad, terrores nocturnos.
  • Joder, estamos en el siglo veintiuno. Estoy segura de que habrá alguna pastilla.
  • No, Sara –le cortó-. Necesitas tratamiento psicológico y reposo.
  • En serio, que os den por el culo a todos.

Una vez de pie siguió hasta la cocina. Abrió el frigorífico, arrambló con unas rodajas de queso y las dejó fundir en el microondas sobre unas rodajas de pan de molde. Mientras esperaba, se preparó una infusión directamente con el agua de la caldera y, con la taza calentándole las manos, se acercó a la puerta de atrás.

Desde la cocina salía un camino, paralelo a la acequia, hasta el pueblo. No estaban a mucha distancia, pero de noche parecía que vivía aislada en mitad del campo. El viento, que ululaba colándose por las rendijas, arrastró una algarabía de aullidos.

Fue viendo cómo se encendían poco a poco todas las luces de las casas conforme los dueños de levantaban para intentar calmar a sus perros. Sara se compadeció de los animales, el viento de octubre también la estaba volviendo loca.

  • No, cariño –se dijo a si misma-, eso ya venías de serie.

Te gustaría ¿verdad? Eso sería muy fácil.

El microondas pitó frenético, sacándola de su ensimismamiento. Sacó el plato con las tostadas intentando –sin éxito- no quemarse las manos y lo dejó enfriar un poco en la encimera.

Fue entonces, de soslayo, cuando vio una figura cruzar por el pasillo, tras el cristal esmerilado de la cocina. Alto, hombros anchos, seguramente un hombre. Sara notó como se le ponía la carne de gallina, pero se forzó a si misma a seguir su rutina aparentando tranquilidad, vigilando a la silueta.

Dejó la infusión junto a las tostadas. Abrió el cajón de los cubiertos, cogió cuchillo y tenedor. Abrió el armario de los trastos y sacó el táser que se había comprado hacía poco por internet.

Se dirigió hacia la puerta de la cocina distraídamente, como un quinceañero en un slasher barato, y notó a la figura erguirse: el extraño se estaba confiando, y se preparaba para saltar sobre ella por sorpresa.

Sara abrió la puerta con el pie, dejándose una mano libre por si el intruso tenía algún arma que no hubiera distinguido, pero quien fuera se limitó a dar un paso al frente diciendo:

  • Sara, he vuelto desde Rozan para –la frase la termino con un gorgoteo mientras temblaba al aplicarle el taser.

En cuando comprobó que lo había dejado inconsciente, Sara recorrió la casa de arriba abajo para asegurarse de que no había más asaltantes. Después se encasquetó el pijama de invierno y comenzó a llamar a sus colegas para que enviasen un coche patrulla.

Pero cuando volvió a la cocina y encendió las luces colgó el teléfono. Allí, inconsciente en un charquito de pis, había alguien que no tenía que estar ahí. Alguien que tendría que seguir meditando eternamente bajo su cascada, dibujada en un poster en el cuarto de Daniel.

  • Es un monje –había dicho su hermano hace mucho tiempo
  • No exactamente –le aclaró ella- se llama Shiryu y es el caballero del dragón.
  • Bueno –corrigió David, dubitativo-, pero es un monje. Y nos va a proteger.

Y dios sabe que lo intentó ¿verdad Sara?

Lejos, en el pueblo, los perros rompieron a ladrar de nuevo.

jueves, 31 de agosto de 2017

Kitsune I - La guerra de los Dioses


Los cielos se oscurecieron y el mar se tiñó de sangre, los dioses estaban furiosos y libraban entre ellos una cruenta batalla sin importarles el devenir de los hombres. La sacerdotisa miró a su amiga, la templada guerrera de mirada penetrante; no necesitaban palabras para saber que estaban de acuerdo, debían hacer algo o los dioses destruirían su mundo. Pero ¿Qué hacer? No podían enfrentarse a ellos, tenían que calmar su ira y hacerles volver al lugar al que pertenecían.

Entonces la sacerdotisa recordó un antiguo libro de su biblioteca, un libro de hechizos en el que aparecía descrito un ritual muy antiguo, quizá funcionaría, quizá estuviera allí la clave…

Huyeron raudas de las llanuras, resguardándose de la ira de los dioses más allá de los montes azules. Aunque ya a salvo, aun escuchaban los ecos de la batalla olímpica, ahora reducido al rumor constante de un trueno eterno.

Aprovechando las sombras del ocaso, viajaron furtivamente al este, entrando en los páramos prohibidos. Antaño los dioses habrían castigado duramente una intromisión así, pero ya no quedaba ningún centinela para vigilar a las aventureras. Estas se arrastraron entre las ruinas del gran imperio, ahora sepultadas por una vegetación exuberante y ajena, hasta que llegaron a su destino.

La puerta negra.

Nada se había hecho para ocultarla, ni tan siquiera estaba cerrada pues ¿Quién se atrevería a cruzarla camino de sus abismos?

-          ¿Estas segura de que es ahí abajo? –consiguió decir la guerrera sin que le temblase la voz.

-          Completamente –respondió la sacerdotisa, oteando las profundidades a las que llevaban los diez mil escalones-, el libro especifica que tenemos que rescatar el grabado de las salas del olvido.

-          ¿Sabes? me cuesta pensar que un grabado pueda poner fin a esto.

-          Ya te lo dije –repitió lentamente, a veces dolía ser la parte racional de la pareja-, no pondremos fin a esto. Nada será como antes. Solo será… distinto.

-          Distinto me vale

Con un susurro, la sacerdotisa encendió una pequeña luz en la palma de su mano e iluminó la interminable escalinata. Las aventureras echaron un último vistazo a sus espaldas (ahora hasta el páramo les parecía hospitalario en comparación a aquellas mazmorras) y se sumergieron en la sima.

Rodeadas de negrura, pronto perdieron la cuenta de los escalones. El eco de la lucha divina no llegaba hasta allí, desde la impenetrable oscuridad tan solo les llegaba el acuoso sonido de ríos subterráneos y el susurrar de alas invisibles.

-          Creo que hemos llegado –dijo la sacerdotisa cuando pisaron el último escalón.

-          Menos mal –gruñó la guerrera como respuesta-, ya casi había olvidado la luz del sol.

La sacerdotisa alzó la mano para que la luz iluminase un poco más. La blancura bañó una selva retorcida de metal y madera, poblada por hongos en las zonas más húmedas. Ambas desenvainaron las espadas y avanzaron con cautela, procurando no hacerse notar más de lo necesario.

Un leve crujido apenas audible alerto a la guerrera. Se lanzó, escudo por delante, cubriendo a su compañera. Solo un instante más tarde, un fuerte golpe arremetió contra ellas, quebrando los bordes de pavés.

-          ¿Qué son? –chilló la guerrero

-          ¡No conozco todo lo que habita aquí, maldita sea!

-          Da igual, corre hacia allá –respondió, señalando con la cabeza una pequeña covacha entre dos columnas derrumbadas-, a ver si nos los podemos quitar de encima.

Les habían rodeado en menos de un suspiro. Una legión de seres pequeños de ojos diminutos, cubiertos de un pelo sarnoso y armados de dientes y garras afiladas. Los mantuvieron un tiempo a raya en su refugio, pero no tardaron en abrirse paso por las grietas de la covacha y atacarles desde ambos lados. Cuando todo parecía perdido, la sacerdotisa gritó en una lengua extranjera, y un rugido le respondió desde la lejanía.

Kerchak se abrió paso entre los enemigos como un cuchillo afilado, levantando una neblina de sangre a su paso conforme mordía y desgarraba hasta llegar a su compañera. Los seres, aterrados por la fiereza de la bestia, emprendieron la huida en tropel.

Cuando no quedó ningún enemigo a la vista, Kerchak se tumbó indulgente junto a su compañera, devorando aun los restos de su última presa.

-          Tu gato podría haber aparecido antes –dijo la guerrero, vendándose un profundo mordisco en el brazo. Kerchak le respondió con un bufido

-          Es un dientes de sable, sabes lo que le molesta que lo llames así.

-          ¿Y a que esperaba? ¿a qué nos comieran?

-          Oh, muy bonito –protesto la sacerdotisa-, y si hubiera aparecido antes lo criticarías por ser agresivo ¿no?

-          No me fio de las bestias como el –espetó entre dientes.

Kerchak soltó la cabeza del monstruo y erizó el lomo, enseñando todos los dientes. La guerrera no se dejó amilanar y volvió a desenvainar la espada. Se habría producido una tragedia de no haberse interpuesto la sacerdotisa.

-          No, parad, ambos –clamó-, no sois vosotros. Es la guerra de los dioses. Nos está afectando incluso a nosotras.

El silencio cayó entre ellas mientras se sostenían la mirada, hasta que la espada volvió a envainarse y Kerchak volvió a las sombras para proteger a su compañera desde la distancia.

El resto del trayecto lo hicieron en silencio, avergonzadas de su anterior arranque de furia. Notaban un millón de ojos observándolas desde la oscuridad, pero la presencia del dientes de sable parecía ser suficiente para que no volvieran a atacarles.

Finalmente llegaron a una explanada baldía, en mitad de la cual solo se elevaba un cofrecillo de aspecto frágil.

-          Esta es –dijo la sacerdotisa- la sala del olvido

-          Me esperaba algo más, no sé ¿impresionante?

-          Si fuera así no lo habrían olvidado –respondió avanzando hacia el cofre.

-          ¿Necesitas que rompa la tapa?

-          No te molestes –le explicó-, el olvido nunca guarda nada con llave, no le hace falta.

En el fondo del cofrecillo solo había un pequeño grabado a color, cubierto de un cristal translúcido. Una pareja sonreía al otro lado, saludando desde un campo florido. Entre el grabado y el cristal, atrapado como un mosquito en ámbar, había un pedazo de tela con algo escrito.

-          ¿Qué pone? –pregunto la guerrera

-          Creo que significa “para siempre”

-          ¿Y ahora?

-          Ahora –respondió la sacerdotisa-, se lo tenemos que llevar a ellos.

Se quedaron mirando el grabado en silencio durante un buen rato.

-          ¿Quiénes son? –preguntó al final la guerrera

-          Ellos. Creo. No estoy muy segura

-          No lo parecen. Aquí parecen felices.

-          No. Han cambiado.

La guerrera notó que algo se atenazaba a su garganta, un sentimiento espeso de vértigo.

-          ¿Nosotras también cambiaremos así? –preguntó finalmente a su amiga

La sacerdotisa estuvo tentada de mentirle, pero recordó que en su momento juró ser siempre sincera con ella, aunque doliese. Por algo era la mayor.

-          Puede. Pero te juro que haré lo imposible para que no suceda.

-          ¿Qué me pasa? –pregunto la guerrera mientras le temblaba el labio inferior y las lágrimas afloraban a sus ojos.

-          Es el cambio –respondió su hermana abrazándola-, ya empieza.


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Para cuando las niñas volvieron al salón, trepando por el reposabrazos del sillón azul, la discusión había llegado a una tensa “guerra fría”. El televisor vomitaba un programa de tertulia al que nadie le hacía caso.

El padre se volvió hacia sus hijas con un impostado tono conciliador, intentando convencerles de que todo aquello había acabado. La mayor le miraba desde la esquina, sosteniendo al gato en brazos, mientras la pequeña le alcanzaba un pequeño cuadro.

-          ¿Qué es esto cariño? –pregunto intrigado el padre

-          Esto… -se fijó la madre-, es la foto de nuestra boda ¿habéis bajado al sótano?

La niña se limitó a levantar de nuevo aquella foto en que se sonreían a sí mismos, muchos años más jóvenes. Los ojos de ambos se posaron en la pequeña cinta de tela que rezaba “para siempre”. Eran los restos de la cinta con la que decoraron la tarta de bodas, una fantasía de cuento de hadas coronada por el “felices para siempre”.

-          Que nos ha pasado –preguntó la madre, ya sin ira

-          La vida –respondió el padre-, y que soy un poco gilipollas.

-          Un poco no –río entre dientes ella.

Los padres estallaron en risas mientras las niñas volvían a perderse por la casa, pero el ambiente había cambiado radicalmente. La madre descorchó una de las botellas de vino de “ocasiones especiales” y el padre encargó un par de pizzas para evitarse el cocinar siendo ya tan tarde.

-          No podemos repetir esto –dijo ella cuando su marido colgó a la pizzería-, tratarnos así.

-          No, tienes razón. Y menos delante de ellas.

-          Desde luego –respondió la madre mientras llenaba ambas copas de vino-, no quiero acabar como mis padres.

-          ¿Me sigues queriendo? –pregunto de repente él con voz trémula.

-          Sí, mucho. Pero solo con eso ahora no basta. Y lo sabes.

La pequeña se acurrucó en la esquina del estudio, escuchando a sus padres hablar tranquilamente del divorcio. Sin gritos ni golpes, ya no parecía de repente tan horrible, aunque la idea le seguía llenando de un miedo cerval.

Su hermana soltó a Kerchak, que se fue a buscar alguna otra rata al jardín, y se sentó al lado, dándole su calor.

-          Dijiste que lo solucionaría.

-          No –le respondió-, dije que le pondría fin a la guerra, que sería algo distinto.

-          ¿Mejor? –preguntó su hermana llorando gruesas lágrimas.

-          No lo sé –dijo mientras le abrazaba-, pero estaremos juntas.

-          ¡Y tenemos pizzas para cenar! –respondió riendo entre mocos

-          Y tenemos pizzas para cenar –respondió abrazándola más fuerte.