Los cielos se oscurecieron y el mar se tiñó de sangre, los
dioses estaban furiosos y libraban entre ellos una cruenta batalla sin importarles
el devenir de los hombres. La sacerdotisa miró a su amiga, la templada guerrera
de mirada penetrante; no necesitaban palabras para saber que estaban de
acuerdo, debían hacer algo o los dioses destruirían su mundo. Pero ¿Qué hacer?
No podían enfrentarse a ellos, tenían que calmar su ira y hacerles volver al
lugar al que pertenecían.
Entonces la sacerdotisa recordó un antiguo libro de su biblioteca,
un libro de hechizos en el que aparecía descrito un ritual muy antiguo, quizá
funcionaría, quizá estuviera allí la clave…
Huyeron raudas de las llanuras, resguardándose de la ira de
los dioses más allá de los montes azules. Aunque ya a salvo, aun escuchaban los
ecos de la batalla olímpica, ahora reducido al rumor constante de un trueno
eterno.
Aprovechando las sombras del ocaso, viajaron furtivamente al
este, entrando en los páramos prohibidos. Antaño los dioses habrían castigado
duramente una intromisión así, pero ya no quedaba ningún centinela para vigilar
a las aventureras. Estas se arrastraron entre las ruinas del gran imperio, ahora
sepultadas por una vegetación exuberante y ajena, hasta que llegaron a su
destino.
La puerta negra.
Nada se había hecho para ocultarla, ni tan siquiera estaba
cerrada pues ¿Quién se atrevería a cruzarla camino de sus abismos?
-
¿Estas segura de que es ahí abajo? –consiguió decir
la guerrera sin que le temblase la voz.
-
Completamente –respondió la sacerdotisa, oteando
las profundidades a las que llevaban los diez mil escalones-, el libro
especifica que tenemos que rescatar el grabado de las salas del olvido.
-
¿Sabes? me cuesta pensar que un grabado pueda
poner fin a esto.
-
Ya te lo dije –repitió lentamente, a veces dolía
ser la parte racional de la pareja-, no pondremos fin a esto. Nada será como
antes. Solo será… distinto.
-
Distinto me vale
Con un susurro, la sacerdotisa encendió una pequeña luz en
la palma de su mano e iluminó la interminable escalinata. Las aventureras
echaron un último vistazo a sus espaldas (ahora hasta el páramo les parecía hospitalario
en comparación a aquellas mazmorras) y se sumergieron en la sima.
Rodeadas de negrura, pronto perdieron la cuenta de los
escalones. El eco de la lucha divina no llegaba hasta allí, desde la
impenetrable oscuridad tan solo les llegaba el acuoso sonido de ríos subterráneos
y el susurrar de alas invisibles.
-
Creo que hemos llegado –dijo la sacerdotisa
cuando pisaron el último escalón.
-
Menos mal –gruñó la guerrera como respuesta-, ya
casi había olvidado la luz del sol.
La sacerdotisa alzó la mano para que la luz iluminase un
poco más. La blancura bañó una selva retorcida de metal y madera, poblada por
hongos en las zonas más húmedas. Ambas desenvainaron las espadas y avanzaron
con cautela, procurando no hacerse notar más de lo necesario.
Un leve crujido apenas audible alerto a la guerrera. Se
lanzó, escudo por delante, cubriendo a su compañera. Solo un instante más
tarde, un fuerte golpe arremetió contra ellas, quebrando los bordes de pavés.
-
¿Qué son? –chilló la guerrero
-
¡No conozco todo lo que habita aquí, maldita sea!
-
Da igual, corre hacia allá –respondió, señalando
con la cabeza una pequeña covacha entre dos columnas derrumbadas-, a ver si nos
los podemos quitar de encima.
Les habían rodeado en menos de un suspiro. Una legión de
seres pequeños de ojos diminutos, cubiertos de un pelo sarnoso y armados de
dientes y garras afiladas. Los mantuvieron un tiempo a raya en su refugio, pero
no tardaron en abrirse paso por las grietas de la covacha y atacarles desde
ambos lados. Cuando todo parecía perdido, la sacerdotisa gritó en una lengua
extranjera, y un rugido le respondió desde la lejanía.
Kerchak se abrió paso entre los enemigos como un cuchillo
afilado, levantando una neblina de sangre a su paso conforme mordía y
desgarraba hasta llegar a su compañera. Los seres, aterrados por la fiereza de
la bestia, emprendieron la huida en tropel.
Cuando no quedó ningún enemigo a la vista, Kerchak se tumbó
indulgente junto a su compañera, devorando aun los restos de su última presa.
-
Tu gato podría haber aparecido antes –dijo la
guerrero, vendándose un profundo mordisco en el brazo. Kerchak le respondió con
un bufido
-
Es un dientes de sable, sabes lo que le molesta
que lo llames así.
-
¿Y a que esperaba? ¿a qué nos comieran?
-
Oh, muy bonito –protesto la sacerdotisa-, y si
hubiera aparecido antes lo criticarías por ser agresivo ¿no?
-
No me fio de las bestias como el –espetó entre
dientes.
Kerchak soltó la cabeza del monstruo y erizó el lomo, enseñando
todos los dientes. La guerrera no se dejó amilanar y volvió a desenvainar la
espada. Se habría producido una tragedia de no haberse interpuesto la
sacerdotisa.
-
No, parad, ambos –clamó-, no sois vosotros. Es
la guerra de los dioses. Nos está afectando incluso a nosotras.
El silencio cayó entre ellas mientras se sostenían la
mirada, hasta que la espada volvió a envainarse y Kerchak volvió a las sombras
para proteger a su compañera desde la distancia.
El resto del trayecto lo hicieron en silencio, avergonzadas
de su anterior arranque de furia. Notaban un millón de ojos observándolas desde
la oscuridad, pero la presencia del dientes de sable parecía ser suficiente
para que no volvieran a atacarles.
Finalmente llegaron a una explanada baldía, en mitad de la
cual solo se elevaba un cofrecillo de aspecto frágil.
-
Esta es –dijo la sacerdotisa- la sala del olvido
-
Me esperaba algo más, no sé ¿impresionante?
-
Si fuera así no lo habrían olvidado –respondió avanzando
hacia el cofre.
-
¿Necesitas que rompa la tapa?
-
No te molestes –le explicó-, el olvido nunca
guarda nada con llave, no le hace falta.
En el fondo del cofrecillo solo había un pequeño grabado a
color, cubierto de un cristal translúcido. Una pareja sonreía al otro lado,
saludando desde un campo florido. Entre el grabado y el cristal, atrapado como
un mosquito en ámbar, había un pedazo de tela con algo escrito.
-
¿Qué pone? –pregunto la guerrera
-
Creo que significa “para siempre”
-
¿Y ahora?
-
Ahora –respondió la sacerdotisa-, se lo tenemos
que llevar a ellos.
Se quedaron mirando el grabado en silencio durante un buen
rato.
-
¿Quiénes son? –preguntó al final la guerrera
-
Ellos. Creo. No estoy muy segura
-
No lo parecen. Aquí parecen felices.
-
No. Han cambiado.
La guerrera notó que algo se atenazaba a su garganta, un
sentimiento espeso de vértigo.
-
¿Nosotras también cambiaremos así? –preguntó finalmente
a su amiga
La sacerdotisa estuvo tentada de mentirle, pero recordó que
en su momento juró ser siempre sincera con ella, aunque doliese. Por algo era
la mayor.
-
Puede. Pero te juro que haré lo imposible para
que no suceda.
-
¿Qué me pasa? –pregunto la guerrera mientras le
temblaba el labio inferior y las lágrimas afloraban a sus ojos.
-
Es el cambio –respondió su hermana abrazándola-,
ya empieza.
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Para cuando las niñas volvieron al salón, trepando por el
reposabrazos del sillón azul, la discusión había llegado a una tensa “guerra fría”.
El televisor vomitaba un programa de tertulia al que nadie le hacía caso.
El padre se volvió hacia sus hijas con un impostado tono conciliador,
intentando convencerles de que todo aquello había acabado. La mayor le miraba
desde la esquina, sosteniendo al gato en brazos, mientras la pequeña le
alcanzaba un pequeño cuadro.
-
¿Qué es esto cariño? –pregunto intrigado el
padre
-
Esto… -se fijó la madre-, es la foto de nuestra
boda ¿habéis bajado al sótano?
La niña se limitó a levantar de nuevo aquella foto en que se
sonreían a sí mismos, muchos años más jóvenes. Los ojos de ambos se posaron en
la pequeña cinta de tela que rezaba “para siempre”. Eran los restos de la cinta
con la que decoraron la tarta de bodas, una fantasía de cuento de hadas
coronada por el “felices para siempre”.
-
Que nos ha pasado –preguntó la madre, ya sin ira
-
La vida –respondió el padre-, y que soy un poco
gilipollas.
-
Un poco no –río entre dientes ella.
Los padres estallaron en risas mientras las niñas volvían a
perderse por la casa, pero el ambiente había cambiado radicalmente. La madre
descorchó una de las botellas de vino de “ocasiones especiales” y el padre
encargó un par de pizzas para evitarse el cocinar siendo ya tan tarde.
-
No podemos repetir esto –dijo ella cuando su
marido colgó a la pizzería-, tratarnos así.
-
No, tienes razón. Y menos delante de ellas.
-
Desde luego –respondió la madre mientras llenaba
ambas copas de vino-, no quiero acabar como mis padres.
-
¿Me sigues queriendo? –pregunto de repente él
con voz trémula.
-
Sí, mucho. Pero solo con eso ahora no basta. Y
lo sabes.
La pequeña se acurrucó en la esquina del estudio, escuchando
a sus padres hablar tranquilamente del divorcio. Sin gritos ni golpes, ya no
parecía de repente tan horrible, aunque la idea le seguía llenando de un miedo
cerval.
Su hermana soltó a Kerchak, que se fue a buscar alguna otra
rata al jardín, y se sentó al lado, dándole su calor.
-
Dijiste que lo solucionaría.
-
No –le respondió-, dije que le pondría fin a la
guerra, que sería algo distinto.
-
¿Mejor? –preguntó su hermana llorando gruesas lágrimas.
-
No lo sé –dijo mientras le abrazaba-, pero estaremos
juntas.
-
¡Y tenemos pizzas para cenar! –respondió riendo
entre mocos
-
Y tenemos pizzas para cenar –respondió abrazándola
más fuerte.