viernes, 19 de agosto de 2016

Los cinco Reinos

- Los Cinco Reinos han caído. – Musitó León.
- ¿Perdona?– Preguntó Sonia mientras se abrigaba con la manta.

León se incorporó sobre el banco y, con la mano del cigarro, señaló a los campos que se veían desde la colina.

- Toda esta zona, cuando yo era niño, aquel huerto de ahí, esa caseta... todo esto eran nuestros Cinco Reinos.
- ¿Y cuál era el de cada uno? – Sonia entrecerró los ojos, intentando adivinar fronteras entre la ribera, la pradera y las arboledas
- No, no era así; eran cinco porque cada uno de nosotros teníamos uno, pero yo un día era rey de aquella chopera, otro de este merendero.

León volvió a sentarse y dio una última calada antes de apagar la colilla contra la mesa de piedra. Se quedó pensativo un buen rato mientras Sonia removía la hojarasca con el pie.

- Comenzamos con eso un verano. Creo que fue un viernes cuando Nacho trajo el primer heroquest que vi en mi vida – metió la mano en la chaqueta y sacó el arrugado paquete de tabaco – Dios… ¡cómo quemamos el juego ese verano! Pilar llevaba el elfo y decía que era una princesa, aunque era bastante más bruta que el resto de nosotros. Luis y Quique se turnaban entre dirigir y llevar el bárbaro. Miguel siempre era el mago y yo el enano… ¡qué tiempos!

- No me creo que el enano fuera tu favorito – respondió Sonia riendo.
- A ver –respondió León entre caladas, encendiendo el pitillo -, me gustaba mucho, pero luego el hermano de Quique trajo el Dragones y Mazmorras unas navidades y eso ya fue genial.
- ¿También eras un enano?
- No, no…ahí siempre llevaba al paladín –León se tumbó sobre el banco y esgrimió la colilla como una espada- me encantaba, era como un caballero del rey Arturo
- Eso te pega más – Sonia se sentó con las piernas abrazadas, sonriendo.
- ¿En serio?… ¡gracias!

Quedaron de nuevo en silencio un buen rato. Cuando terminó el segundo cigarro León volvió a levantarse.

- Mira, ¿ves ahí? ¿aquella chopera?
- ¿Dónde? –Sonia estiró el cuello, evitando salir del calor de la manta.

León señalaba una pequeña arboleda que había vivido mejores tiempos, pero que ahora estaba llena del escombro de alguna obra del pueblo. Un tronco oscuro se elevaba, solitario y monumental, recordando que aquello no había sido siempre un vertedero.

- Ahí mismo, en ese roble seco, Pilar y yo escondíamos los tebeos que íbamos consiguiendo. Me acuerdo que a nuestros padres no les hacía ni puñetera gracia que nos pasáramos las horas muertas con ellos.
- Jolín…¿llegasteis a tener muchos?
- Pfff…varias colecciones, pero se echaron a perder un otoño que cayeron lluvias.
- ¿Se mojaron?
- ¡Qué va! Pilar escogió un sitio genial, ni una gota de agua pero… ¡acabaron llenos de moho y setas!

León y Sonia ríeron un rato y se quedaron mirando como se ponía lentamente el sol tras los montes. La luz del ocaso arrastró sus sombras más allá de la colina y comenzó a soplar una brisa fría que anunciaba la noche.

- A Quique lo sigues viendo ¿verdad? –preguntó de repente Sonia-, algún día se ha pasado por casa.
- Sí, de vez en cuando. Aunque solemos quedar en el local para echar partidas.
- ¿Y el resto?
- Bueno –León se frotó las manos para hacerlas entrar en calor- Miguel se fue a trabajar a Madrid, y con Pilar fui perdiendo el contacto.
- Pero vendrán mañana ¿verdad?
- ¿Al entierro? ¡Claro!
- Y a Luis, ¿lo echas de menos?

León acarició pensativo la piedra del merendero. En su cabeza, Luis y él aún tenían diez años y un verano infinito por delante, lleno de reinos que conquistar.

- Muchísimo–respondió al fin. Había comenzado a llorar sin darse cuenta.
- Lo, lo siento papá –exclamó Sonia azorada-. No quería…
- No pasa nada hija mía. Vamos –le tranquilizó León mientras se levantaba, cogiendo a la niña en brazos-, tu madre nos estará esperando en el hostal y mañana hay que madrugar.

Bajando la colina con su hija a hombros, León pensaba silencioso en todos aquellos días que parecían haberse esfumado de cuajo dejandole el alma vacía.

- Papá
- ¿Hmm?
- ¿Estás enfadado conmigo?
- ¡Por dios, Sonia!, claro que no. No has  hecho nada malo.
- Entonces ¿me seguirás hablando de los Cinco Reinos?

León se quedó mirando la cara de expectación de su hija. Sus ojos brillaban con la emoción por adentrarse en oscuras mazmorras en busca de tesoros y la fascinación de viajar por bosques lejanos y brumosos, llenos de elfos y magia. León sonrió de oreja a oreja.

- Claro que sí cariño.

Mientras volvían al pueblo, León comprendió que los Cinco Reinos nunca habían caído; seguían allí dormidos, como el mago Merlín o las doncellas de los cuentos, esperando que un viejo paladín o una joven princesa llegaran a descubrirlos.

Y aquella era una aventura que quería vivir, que debía vivir. Por todos aquellos que estuvieron, los que están y los que aún habrían de llegar a los Cinco Reinos.

martes, 12 de julio de 2016

¡Hazte con todos!



- ¡Toma un caramelo, pequeño Timmy! ¿Es que no tienes hambre? - El hombre del frac agitó una barrita de chocolate ante sus ojos y la arrojó a la oscuridad de la camioneta.

Claro que Timmy tenía hambre, un hambre voraz. Tanta hambre que el estómago le protestaba por aquella barrita de chocolate aun con los 40 grados a la sombra y el penetrante olor a descomposición que flotaba en aquella calle.

Y es que no había probado bocado desde la noche anterior, cuando su hermano mayor descubrió que, sin querer, le había liberado su único Bellsprout del Pokemon Go. Tras darle un par de zarandeos y unos gritos que le hicieron llorar, le dejo muy claro que, si quería que le perdonase, debía ingeniárselas para conseguir otro.

Angustiado, Timmy apenas pudo dormir y se escapó de casa antes de amanecer, con sólo una botella de agua y una batería de recambio. Durante toda la mañana había recorrido las calles del barrio, llegando incluso a la zona de las casas viejas donde su madre siempre les tenía prohibido ir. Al medio día, con  el sol cayendo de plano, se refugió en un porche a pensar en que estarían comiendo en casa y si le echarían mucho de menos. Le entraron ganas de llorar, pero se contuvo y volvió a sacar el móvil.

- Por favor, por favor, por favor -musitó como un mantra mientras volvía a entrar al juego.
Y entonces ocurrió el milagro: apareció un Bellsprout salvaje en las cercanías, justo en el límite de su radar. Timmy se levantó de un respingo y alzó la vista para poder averiguar el mejor camino hasta su presa, pero la calle se extendía monótona, sin atajos ni callejones. Recorrió una y otra vez ambas aceras, buscando la forma de acceder al pokemon sin tener que colarse en ningún chalet ajeno. Finalmente se dedicó a seguir obstinado las pequeñas líneas del minimapa del juego, sin levantar la mirada de la pantalla, con la esperanza de llegar hasta algún acceso que no hubiera visto.

Tras un par de giros, el niño volvió a mirar a su alrededor para descubrirse en un callejón de acceso, que discurría por la parte trasera de unas casas viejas y con toda la pintura desconchada. Aunque era julio, el suelo estaba lleno de las hojas de los árboles cercanos, que habían crecido retorcidos y descuidados, con gruesas telarañas colgando entre sus ramas.

Al fondo del callejón, donde el juego le indicaba que se hallaba el pokemon, había una solitaria camioneta con un señor muy raro sentado al lado. El auto tuvo que estar pintado en su día con colores vivos y motivos circenses, pero el sol se los había comido hasta desdibujarlos y conferirles un tono lechoso y ocre, como los ojos de su abuela la última  vez que fueron a visitarla a la residencia.

El señor vestía un frac ridículo de tela plateada estampada con topos rojos y verdes. Saludó a Timmy con un brazo exageradamente largo y delgado mientras se ponía en pie, creciendo hasta más de los dos metros. El niño supuso que debía calzar zancos y llevar algún tipo de palos en los brazos -había visto a equilibristas parecidos la última vez que vino el circo al pueblo- aunque se preguntó como hacía para que los zancos aparentasen tener rodillas.

- Eres Timmy ¿Verdad? -Dijo la figura con una voz tintineante y musical-. ¡Te hemos esperado un buen rato, chico! Tenemos algo que podía interesarte.

Sin moverse del sitio, la figura alargó los brazos y abrió las puertas traseras de la camioneta. Una vaharada de aire acre y viciado recorrió el callejón, aunque dentro solo se alcanzaba a ver oscuridad. La alarma del juego vibró y, cuando Timmy miró su móvil, pudo ver que el Bellsprout se encontraba justo dentro del auto.

El niño avanzó vacilante, sin perder de vista al hombre alto. Ahora que se acercaba podía ver su cara: unos ojos ahusados, con nariz aguileña y un bigotillo fino y largo que le caía a ambos lados de la boca. El hombre no apartó la mirada ni dejó de sonreírle en  ningún momento, como si no fuera capaz de poner otro gesto que no fuera esa eterna sonrisa de actor de serie B.

El niño se detuvo a unos pasos de la camioneta. Ya no se oían pasar coches ni gente por la calle, solo un desagradable zumbido de insectos que le taladraba los oídos. La peste era cada vez más fuerte y le recordaba aquella vez que se encontraron muerto un gato que se coló en su sótano. Volvió a elevar el móvil y pudo ver de nuevo el Bellsprout dentro de la camioneta, aunque ahora que lo tenía cerca la imagen se veía llena de cortes y crepitaciones, como si el sistema fallase cuando apuntaba la cámara allí dentro.

Fue entonces cuando el señor del frac sacó la barrita de chocolate. Al arrojarla dentro el Pokemon protestó con un lloriqueo quedo, como si hubiera sentido el caramelo golpeándolo. Mientras lo observaba extrañado, Timmy creyó ver por el rabillo del ojo como los bigotes del señor se alzaban para frotarse entre sí, como dos patas negruzcas. El niño se volvió, asustado, y todo paso muy deprisa.

El móvil se le cayó en el forcejeo y quedó apuntando a la camioneta, grabando como sus pies se alzaban un palmo de la calzada mientras luchaba por zafarse. Luego se oyó un sonoro y húmedo crujido, como cuando muerdes una jugosa manzana chorreante de jugo, y sus piernas se estremecieron una última vez antes de calmarse pasa siempre, mientras un hilillo de pis le bajaba por una de las perneras. Luego el móvil se apagó.

Días mas tarde Peter llegó hasta allí cerca grapando los carteles de "Perdido" con la cara de su hermano. No había abierto el juego desde el día de la bronca tras la que Timmy se marchó de casa. Su madre no había dejado de increparle una y otra vez que era un puñetero egoísta, que era una vergüenza que un hombretón de 24 años tratara a su hermano de 12 así por un puto juego y que era culpa suya que ahora Timmy estuviera perdido; y Peter sabía que tenía razón.

La alarma del móvil sonó de repente indicando un pokemon cercano. Peter dejó la grapadora y los carteles en el suelo y abrió el juego, deseando olvidarse por un segundo de la desaparición de su hermano y el accidente de su padre. El juego le repetía incesante que se había encontrado con un Misigno. Peter sonrió, pensando que había dado con un Easter Egg interesante que postear luego en el foro, y preparó las pokeballs. Cuando se giró para apuntar al pokemon el corazón se le subió a la garganta y notó como  sus testículos se empequeñecían hasta esconderse en  su ingle. Los ojos se le empañaron de lágrimas por el miedo y el aire se le escapó de golpe, olvidándose de volver.

Delante de él estaba un cuerpecito retorcido que recordaba vagamente a su hermano. La cara estaba hinchada e irreconocible. De la cuenca vacía de uno de sus ojos salió un ciempiés que correteó por su rostro hasta esconderse en uno de los cortes abiertos en el cuello. Tenía los pantalones y calzoncillos mugrientos y bajados por los tobillos, dejando al descubierto unas piernas moradas y retorcidas, con una herida en la rodilla por la que se podía ver el hueso entre una nube de moscas. Su sexo estaba irreconocible, oculto por una maraña de sangre coagulada, pelo y musgo.

Pero lo que le permitió reconocerle fue la camiseta. Aún recordaba cuando fueron a comprarla, junto al nuevo móvil de Timmy, como premio por las notas. En la tienda les dijeron que era promoción por el lanzamiento. Había sido de colores luminosos y, aunque ahora estaba oscurecida por el tarquín y la sangre, aún se podía leer el lema: "Hazte con todos".

Peter tardó un poco en darse cuenta que no le hacía falta el móvil para poder verlo, pero ya fue demasiado tarde.

jueves, 4 de febrero de 2016

Despertando

- Yaaaawn

El pequeño sergio que vive en vuestro interior se despierta y despereza. Vive alojado en vuestro cerebro, al lado de vuestro lóbulo temporal. Sí cerrais fuerte los ojos y os los frotais, le veréis trasteando con vuestros nervios opticos.
 
El pequeño Sergio es el que os susurra mierdas al oido cuando a un amigo le va bien y a vosotros no; también es el mismo que, cuando os vais a dormir, os comienza a hablar de angustia existencial. A veces se hace palomitas y os hace pensar que, si óleis a maíz quemado, quizás sea un tumor.
 
- ¡Dum dum dum!
 
El pequeño sergio se pasea por vuestras ideas desayunando los sueños, esos de los que ya no os acordaréis.
 
- ¡Ñaaaaa! ¡Jijiji!
 
Entre risitas, el pequeño sergio activa vuestras ansias homicidas. Le podéis echar la culpa si queréis, pero la verdad es que nadie os creerá.
 
- ¡Aaaa-puffff!
 
El pequeño sergio se deja caer sobre vuestra esponjosa materia gris, ha sido un rato muy duro de trabajo. Mientras, en el radiocasete de vuestras ansias homicidas, suena la canción que se os atascará todo el día en la cabeza.
 
Un día, el pequeño Sergio encontrará un pensamiento suficientemente retorcido. Lo usará como taladro y os trepanará el craneo desde dentro. Ese día volverá a ser libre y, aunque vosotros ya no viviréis para verlo, se meterá por la boca de algún ser querido mientras duerme para empezar de cero.
 
¡Es muy estresante ser el pequeño Sergio!

sábado, 16 de enero de 2016

Garabato I (La voz del páramo)

Me detuve cansado en lo alto de la loma y me senté sobre el recuerdo de un automóvil comido por el tiempo y la lluvia. A mi alrededor el páramo hablaba: su voz era el ulular del viento al bailar dentro de la oscuridad vacía de las casas vencidas, el quedo y ominoso crujir de la maleza omnipresente.

Cerré los ojos para que no me distrajera la luz del atardecer, ambar caprichoso que encantaba con las ilusiones de las vidas extintas hace siglos, para que no me distrajera del susurro de los fantasmas que danzaban en el viento invernal.

Conforme mi corazón -desbocado reloj de cuerda- se calmaba, la melodia de murmullos que me rodeaba fluyó hacia mí: unos mirlos en aquellas ramas; una liebre huidiza, oculta entre el follaje.
Finalmente escuché, allí donde los edificios se apiñaban contra la oscuridad del crepúsculo, la cacofonía de pasos y susurros de alguien o algo que emboscaba mi camino.

Abrí de nuevo mis ojos y, cuando el somnoliento sol dejó de cegarme, oteé hacia los lejanos edificios de los que el viento me advertía. Los ruinosos bloques se alzaban escuálidos y manchados, como un cadaver saqueado a la vera del camino y devorado por las rapaces. Apenas pude distinguír movimiento alguno entre las cuencas vacías de aquellos gigantes.

Resolví entonces tomar otro camino. Las ciudades ya no eran seguras para mí.