sábado, 5 de diciembre de 2015

Pleamar

Para mi el género negro (el noir, que llaman los Hipsters) no es exclusivamente policial: es una novela sobre lo sórdido de nuestro interior. Desde luego, una investigación policial es un buen punto de partida para el descenso a los infiernos personales, pero hay otros caminos tan válidos o incluso más.

Visto de esta manera se puede entender que, cuando me plantee escribir un relato para "Bruma Negra" (un certamen de novela negra de Plentzia y la revista Calibre 38), no llevase ideade ningun "juego de detectives". Aunque aprecio los giros de guión como cualquiera (¡soy fan de Doctor Who, por dios!), creo que el cluedo que se suele presentar en estos relatos distrae de lo verdaderamente importante.

No gané ningún premio; se presentaron escritores realmente buenos con relatos mucho mejores. Sin embargo, me quedé muy contento con el resultado. Os lo dejo aqui para que lo disfruteis.






PLEAMAR
A Roberto Malo, por todos los malos sueños.

La chica le sonrió antes de saltar al vacío.

Miguel frenó en seco y a duras penas pudo controlar el coche. Cuando se detuvo, salió corriendo hasta el borde de la carretera y miró hacia abajo.

El cuerpo se había despanzurrado contra el fondo del acantilado, salpicando las rocas de sangre. El vestido que llevaba, antes blanco y vaporoso, ahora estaba empapado de rojo y hecho jirones. Desde tan lejos parecía irreal, como si alguien hubiese tirado una vieja muñeca desmadejada.

El corazón de Miguel se desbocó y notó como el bocadillo del almuerzo se abría paso por su garganta. Reprimió las arcadas y, respirando profundamente, levantó la vista hacia el horizonte. El viento frio arrastraba nubarrones grises y el mar seguía bañando indiferente la costa. Por ninguna parte se veían casas o barcazas, ni ningún coche recorría la carretera.


-          Joder, joder, joder –gemía mientras volvía al coche- sabía que tenía que haber ido por la autovía.

Sollozando, llamó a emergencias. La policía llegó en menos de una hora.

Cuando cayó el crepúsculo, este encontró a Miguel en la vieja fonda de piedra. El edificio era señorial, pero distaba mucho de las fotos que había consultado días atrás en Internet. La luz, amarilla y titubeante, apenas iluminaba los sillones desconchados y los muebles cubiertos de polvo.

El encargado aporreó torpemente el teclado del ordenador para registrarle. Mientras, Miguel fue hasta una de las pocas ventanas abiertas de la salita para escapar del tufo a lejía que inundaba el sitio. Respiró el fresco y húmedo aire de la playa y se consoló a sí mismo.


-          Al menos –se dijo- no creo que  coja ninguna infección.

Cuando terminó el registro evitó hablar con el mastuerzo de recepción, que ya le preguntaba acerca del accidente con la chica, y subió directamente a la habitación. Una vez entró, arrojó el equipaje a una esquina y se sentó en la cama a oscuras.

La expresión de la chica antes de saltar le venía a la cabeza continuamente. Estaba seguro de que sus miradas se habían cruzado, que la sonrisa iba dirigida expresamente a él, que la chica le había dedicado ese salto de alguna forma.

El resto de cosas hasta llegar a la fonda –el interrogatorio de la policía, las ambulancias, la llegada al pueblo- las había hecho maquinalmente. Ahora que se había vuelto a quedar solo, la sonrisa de la joven acechaba en su recuerdo como la del Gato de Cheshire. Sabía que esa noche no podría dormir.

Se levantó angustiado de la cama y abrió la portezuela del balconcillo. Desde fuera, le saludó el murmullo de las olas y el susurro del viento entre los juncos de la playa. La luna bañaba de plata el paisaje, quieto y solemne. Miguel exaló profundamente, soltando toda la tensión de ese día de mierda. Esta tranquilidad, casi mágica, era la que perseguía al marcharse de Madrid.

Esa noche, el rumor del Cantábrico le arrulló. Durmió como un niño hasta que, al amanecer, le despertaron las gaviotas.

La mañana siguiente estuvo llena de actividad. Tras una ducha rápida y un desayuno frugal se lanzó a buscar el local por las calles empedradas del pueblecito. La blanca luz del día, el bullir de turistas y las risas del bulevar enterraron a la chica del acantilado muy profundo en su memoria.

Se perdió un par de veces por las callejuelas antes de llegar a la placita. Para entonces ya estaban los de las mudanzas esperando al lado de la persiana bajada. Pasaron todo el día trabajando, montando estanterías, pequeños muebles y un par de ordenadores.

Cuando se fueron los de las mudanzas, el sitio ya parecía una librería. Miguel fue montando el archivo de la tienda online conforme rellenaba los estantes de libros. Cuando acabó, apagó las lámparas que colgaban del techo abovedado y cenó sentado en el mostrador, iluminado sólo por un pequeño flexo. Estaba exhausto y feliz.

Entre tragos de cerveza, ojeó el periódico. Un festival en un pueblecito cercano, un concierto allí mismo dentro de unos días, una feria gastronómica… sus ojos se detuvieron en un artículo sobre dos turistas muertas, madre e hija. A la madre la habían encontrado degollada en un bosquecillo de abedules y la hija –presunta culpable- se había suicidado en los acantilados. 

La chica muerta emergió de su memoria, llevando de la mano a la otra desconocida. La prensa especulaba que la suicida estuviera loca y matase a su compañera. De repente Miguel ya no tenía hambre. ¿Y si la chica, en lugar de tirarse, le llega a pedir ayuda?, ¿y si luego le hubiera degollado a él en el coche?, ¿tenía suerte entonces que la chica se hubiera matado?

Se notó perder la calma y corrió a trompicones hasta la puerta. La abrió a la noche y se quedó un rato boqueando, apoyándose en sus rodillas. El aire estaba cargado de olor a mar y los murmullos de las olas. Cerró los ojos y se concentró en aquel susurro rítmico. Pronto las náuseas pasaron, el ardor del pecho desapareció y una profunda calma lo invadió por dentro.

Volvió a incorporarse, decidido a mantenerse frio. Esto era el inicio de su nueva vida y los ataques de pánico debían quedarse atrás. Sonrió a la oscuridad de la noche: lo estaba consiguiendo.


-          Disculpe señor –dijo una voz seca, cargada de acento-, ¿es usted quien se encontró a la chica esta mañana?

-          Errr… -titubeó Miguel. Dos hombres, de expresión ceñuda y rasgos hoscos, se le habían colocado al lado-, si ¿por?

-       Porque tenemos que hablar- Antes que Miguel pudiese responder, el alto le empujó dentro de la tienda mientras su compañero cuidaba que nadie les viera.

No vio los bates que llevaban hasta que no cerraron la puerta. De una barrida, el alto destrozó el mostrador, desparramando la cena y trozos del monitor por el suelo. El que vigilaba le espetó un par de frases cortas en algún idioma que sonaba al este de Europa.
Aprovechando el segundo de distracción, Miguel se lanzó hacia la parte de atrás de la tienda, tumbando un par de estanterías para poner algo por medio. Su perseguidor las saltó sin problema y le agarró del pelo antes que pudiera llegar a la puerta de atrás. Le derribó de un golpe en los riñones y, ya en el suelo, le metió dos patadas en el las costillas. Miguel vomitó la poca cena que había comido. 


-          ¡Dimitri, mira! –le dijo a su compañero en español, para que pudiera entenderles- este hijo de puta quiere huir.

-          Que cabrón. Dale en las piernas, a ver si puede correr así.

El ruso levantó el bate y descargó un golpe brutal contra las rodillas de Miguel. Intentó esquivarlo, pero solo consiguió que el golpe cayese en las pantorrillas. Una oleada de dolor tensó su cuerpo mientras chillaba. 


-          No chilles tanto, joder, que será peor - El tal Dimitri se acercó y le metió un pañuelo sucio en la boca-. Aquí, mi amigo Víctor te ira preguntando cosas. Y cada vez que no nos guste lo que respondas…

Le atizaron de nuevo con el bate, esta vez en la cadera. Miguel lloró de dolor e impotencia mientras se retorcía en el suelo. Los captores volvieron a hablar entre ellos en ruso y Dimitri volvió a vigilar la puerta.


-          A ver, chaval –le dijo Víctor con todo divertido mientras le quitaba el pañuelo de la boca-, ¿quién más sabe de las chicas?

-          ¿Las chicas? Está en el periódico, yo no sé…
 

Otro golpe. Este le fue a la mandíbula y casi consiguió que perdiera el sentido. Un montón de luces bailaron delante de sus ojos.

-          No nos tomes por gilipollas. ¿Quién, más, sabe, de, las, chicas?

-          En serio –lloriqueó Miguel- no tengo ni idea. Por favor, pa…
 

Arremetió en la cabeza. De repente el mundo le daba vueltas y la sangre le caía por la frente. Víctor se agachó y le miró de cerca, para comprobar que no lo había matado. Cuando le oyó sollozar se acercó a la oreja y le chilló.


-          ¡Habla ya, joder! ¿Qué cojones te dijo esa puta antes de saltar?
 

Miguel notó como su cuerpo se agarrotaba mientras un incendio le quemaba desde dentro. Unos terribles pinchazos en su pecho le ahogaban y su cráneo retumbaba al ritmo del pulso acelerado. El dolor dejó paso durante un instante a la fría consciencia, y comprendió que aquello no iba a acabar bien.

El ruso volvió a levantar el bate.


-          Han decidido no presentar cargos –le dijo Héctor hace seis meses.
 

Miguel, sentado al otro lado de la mesa de reuniones, se retorcía nervioso las manos. Sólo estaban ellos dos en la pequeña salita. En los últimos meses, Héctor había pasado de abogado a confesor y amigo.

-          Entonces –le respondió-, está todo bien… ¿no?

-          Si, bueno –Héctor se quitó las gafas y se masajeó la marca que le dejaron-, no exactamente. Hay condiciones.

-          ¿Condiciones? ¿Qué condiciones? Si les tengo grabados reconociendo que nos echaron sin razón.

-          Y esa es una. No quieren que te unas a la demanda colectiva ni que esa grabación aparezca rondando por ahí.

-          Pero… pero si me dijiste que grabándolos les teníamos por los cojones.

-          Ya pero, después de lo que pasó, tampoco creo que te convenga mucho sacar a relucir esa grabación.

-          Pero si tenemos razón, lo oíste claramente.

-          Lo sé, lo sé. Pero también sales tú agrediendo a tus superiores.

-          ¡Joder! –Miguel se levantó, encendido, golpeando la mesa con rabia-, ¡ellos me provocaron, copón! Yo simplemente reaccioné.

-          NO –cortó Héctor, secante y lanzándole una dura mirada-. Se reacciona con un improperio, igual que ahora. Lo que grabaste es cómo casi le escachas la cabeza a tu jefe con una grapadora. ¡Le han tenido que reconstruir el tabique! Y el de recursos humanos puede dar gracias porque solo le abriste la cabeza con una jarra.

-          Porque me pararon entre tres, que si no…

-          ¿Ves? ¡A eso me refiero! Tienes un problema serio con tu Ira. Lo del despido no te ha salido tan mal, pero te vas a tener que poner las pilas si quieres recuperar la custodia.

Miguel se derrumbó en la silla, derrotado. Héctor se pasó la siguiente media hora explicándole los términos del despido, nada malos si paraban ahí la querella. La agresión no quedaría por escrito  y su exmujer no la podría usar como arma arrojadiza.

-          Tal como lo veo –continuó Héctor- lo mejor para ti es alejarte de todo unos meses. ¿Sigues acudiendo al psiquiatra que te comenté?

-          Si –mintió Miguel. Las primeras visitas no estuvieron mal, pero la medicación del loquero le dejaba grogui y decidió no volver-, ¿por?

-          Porque, tal como lo veo, no tienes las cosas tan mal.

-          ¿Ni con el despido?

-          Para nada. Mira, tú solo desaparece un tiempo de Madrid. Sigue con tu tratamiento, vete a un lugar donde puedas relajarte. Quizás hasta puedas aprovecharte de este pellizco – dijo Héctor señalando los papeles del despido-. ¿No me decías que querías montar algo por tu cuenta?

-          Una librería online –comentó triste.

-          ¿Online? ¡Genial! Te vas y montas el local donde quieras. ¿No querías conocer Galicia o Cantabria? ¿Ver el mar? Te pasas allí unos meses, quizás un año. Luego vuelves como alguien nuevo, equilibrado… ¡a ver si Chelo te puede negar la custodia entonces! –cruzó la mesa hasta donde estaba su amigo  y le cogió del hombro-. Créeme, las cosas aún pueden acabar bien.

 -          Si –musitó Miguel mientras la sangre le empapaba la camisa-, las cosas aún pueden acabar bien.

-          ¿Qué dice este ahora? –preguntó divertido el ruso a su compañero.
 

Miguel se levantó como un resorte mientras Víctor miraba hacia la puerta. Le agarró de la cabeza antes de que este pudiera reaccionar, metiéndole los pulgares en sus ojos, y le echó todo su peso encima. Cuando cayeron sobre las espaldas del ruso notó un leve crujido, húmedo y desagradable. Los dedos se le habían hundido hasta el nudillo en las cuencas.

Mientras Víctor chillaba y pataleaba como una cucaracha boca arriba, Miguel agarró el bate y rodó a ocultarse entre las estanterías caídas. Entre las maderas, vio como Dimitri se acercaba corriendo y sacaba una pistola con silenciador. En cuanto lo tuvo a mano, emergió entre las maderas lanzando un golpe casi a ciegas.

Dimitri se cubrió a tiempo y el bate no le acertó en la cabeza, pero al menos envió la pistola a la otra punta de la tienda. Miguel intentó volver a golpearle, pero el ruso le agarró y lo golpeó fuertemente contra la pared. El bate se le cayó al suelo y la sangre, no sabía de qué herida, le nubló la vista.

El matón se montó a horcajadas sobre él, le rodeó la garganta con las manos y comenzó a estrangularlo. Miguel pateó el aire desesperado. Tanteó entre los libros caídos y la basura, buscando algo para golpear al ruso. Cuando ya se le oscurecía la vista, agarró un bolígrafo y se lo clavó en el primer sitio que pudo. Le acertó en toda la garganta.

La sangre comenzó a manar a chorro. Dimitri se incorporó, intentando tapar la herida con las manos, y Miguel aprovechó para zafarse. Agarró un trozo de estantería y le golpeó todo lo fuerte que pudo en la parte de atrás de la cabeza; el ruido le recordó al de una sandía al partirse.

En el instante de calma que sobrevino, Miguel miró a su alrededor: las estanterías caídas, los libros destrozados, sangre por todas partes y dos rusos –uno sin ojos y otro creía que muerto- en mitad de todo el caos. Al menos había acabado. Avanzó, torpe y dolorido, hacia Víctor, que aún lloriqueaba intentando levantarse. 


-          ¿Por qué? –le preguntó, abatido.

-          Tú sabes muy bien porque, hijo de puta.

-          No, la verdad es que no tengo ni idea. Y estoy cansado, muy cansado –Miguel dejó caer el madero ensangrentado y se dirigió al teléfono de pared-. Ya se lo contareis a la policía.

-          ¿A la policía? ¡Claro! Igual nos meten un tiempo en la cárcel y todo.

Miguel estuvo a punto de decirle que a la cárcel solo iría él, que su compañero seguramente fuera al tanatorio, pero se contuvo.


-          ¿Pero crees que con eso se habrá acabado? –continuó el ruso-, tengo colegas que irán a por ti y por tu familia. 
 

Se dio cuenta de que Víctor tenía razón y colgó el teléfono. No iban a parar hasta que él y su familia estuviesen muertos. La policía no podría ayudarles. Estaba jodido. Mientras el ruso se reía, bajó la mirada y se encontró la pistola de Dimitri. Dos tiros en la noche cortaron la risa de Víctor.

Encontró las llaves de un todoterreno en la chupa de Dimitri. Lo habían aparcado bastante cerca y en el lado más oscuro de la plaza, por lo que nadie vio a Miguel cargar los cadáveres en el maletero.

Cinco minutos después ya estaba en la carretera. Esa noche la luna estaba llena; más allá de los faros se deslizaba un mundo bañado de blancos y azules. Paró en el mismo lugar donde se encontró con la suicida y salió, permitiéndose el primer cigarrillo en más de seis años de abstinencia.

Miguel se aseguró de que nadie circulase por la carretera antes sacar los cadáveres del maletero. Los había envuelto en dos cortinas de la librería para que le fuera más cómodo cargarlos. Arrastró los fardos al borde del barranco y miró hacia abajo.

Había marea alta. Los cuerpos no se quedarían en las rocas, como la chica, sino que el mar se los tragaría y se los llevaría muy lejos de allí. Justo lo que necesitaba. Empujó los cadáveres con el pie, se zambulleron con un salpicar sordo, pero luego volvieron a flotar como troncos.

Preocupado, comenzó a plantearse bajar para recuperarlos e intentar otra cosa. Había visto en las películas que se ataban piedras para que se hundieran, aunque igual se quedarían en el acantilado cuando la marea bajase. 

Pero entonces, simplemente, el mar se los tragó. Sin ruido, los fardos desaparecieron de la superficie y no volvieron a verse. Miguel levantó la mirada y sonrió al océano, que le respondió rompiendo las olas contra la piedra. Aún le quedaba mucho por hacer, pero tenía un buen aliado. Definitivamente, las cosas aún podían acabar bien.

Cuarenta y ocho horas antes, Aia no estaba tan segura de ello. Su madre la había rescatado del prostíbulo hacía dos días y habían conducido sin parar hasta aquel pueblecillo. Pero los rusos las habían encontrado.

Su madre abrió le dijo que corriera, y eso hizo. Atrás, entre los abedules, oyó como los rusos le metían una paliza y luego el grito de su madre convertido en un gorgoteo. No miró en ningún momento.

Ahora iban a por ella. Sabían que iba a delatarles, que si hablaba con la prensa la policía les cerraría todos sus antros. No la dejarían escapar con vida.

De repente el bosque se acabó y cayó por un terraplén hasta la carretera. Al otro lado de esta, un acantilado y el mar. No había ningún otro lugar al que ir. A pesar de sus catorce años, Aia comprendió que no iba a tener ningún final feliz.

Le habían arrebatado todo lo que era, le habían destrozado la infancia, la ilusión e incluso la esperanza. Se asomó al acantilado, miró el mar -perpetuo, majestuoso, señor del horizonte- e hizo un pacto con él. Quería venganza.

El rumor de un motor le llamó la atención. Por la carretera desierta se aproximaba un coche viejo, sacado de un manual de autoescuela. A su volante estaba un hombre crispado, con la fuerza de las mareas en sus ojos. El pacto estaba sellado.

La chica le sonrió antes de saltar al vacío.

domingo, 24 de mayo de 2015

Ejercicios de Narrativa Subi-du-du-a. Finales (I de VI)

Buenas tardes, niños y niñas.

Como habreis podido comprobar, este último ejercicio se me esta resistiendo más de lo normal, pero es porque  ya consisten de cuentos completos.

Estoy acabando el primer libro de estilo y los seis ultimos ejercicios son, directamente, seis cuentos. En los dos primeros se me da una historia, de la que yo tengo que confeccionar una trama y luego escribir el cuento desde un punto de vista determinado. En los cuatro siguientes sólo se me da el tema, soltándome de la mano en todo el desarrollo.

Son bastante mas entretenidos, pero requieren mucho mas tiempo y mimo. Como los estoy haciendo en orden, el I de VI corresponde a los "encorsetados" de los que dispongo historia y punto de vista prefijado.

Por razones evidentes, el enunciado lo colocaré al final del cuento para no meteros ningun Spoiler. ¡Ahí va!




Quiero que le quede bien claro que no quería matarlos.

Sí, quería asustarlos, y sí, les acabé metiendo cinco tiros, pero le juro que la cosa se me fue de las manos. No entré allí con la intención de asesinarlos y precisamente usted, que es mi abogado, debería creerme.

Pero sé que no lo hace, lo veo en sus ojos. Usted ya me ha juzgado y condenado sin pasar por el juez. Haremos lo siguiente: le contaré la historia entera, desde el comienzo, y usted no me volverá a interrumpir, ¿de acuerdo? Cuando termine, si sigue pensando lo mismo, puede salir por esa puerta y hacer el trato que le dé la gana con la policía.

Por mi ficha, ya habrá visto que soy del norte: de Elorrio, en Vascongadas, pero no fue donde nací. Me enviaron allí con mi tía la viuda, recién acabada la guerra, cuando era un bebé. Siempre me contaron que mis padres murieron en el frente, en la toma de Madrid, y que tenía mucha suerte de que ella me hubiese acogido, siendo ellos unos rojos.

A ella se le llenaba la boca diciéndome lo bien que me cuidaba, pero la verdad es que era una vieja bruja. Las cosas le habían ido bien al acabar la guerra, muchos comentaron que gracias al estraperlo, y le gustaba darse ínfulas de "madamme". Quizás por eso me crió como una sirvienta, siempre pendiente de sus tonterías y caprichos.

Para cuando tenía quince años ya me quería largar de allí. Alguna vez hablé con algún mozo para escaparnos juntos, pero mi tía tenia oídos en todas partes y de repente la familia del mozo se enteraba y le medían el lomo o lo enviaban lejos. Al final los chavales del pueblo me rehuían y yo ya me veía vistiendo santos, atrapada como cenicienta.

Pero fíjate que tuve suerte: fue cumplir los dieciséis y de regalo se murió la bruja. No la encontré yo -a mí me tenía viviendo en la caseta del servicio- sino el señor cura, que tenía llaves de la casona y venia muchas noches a rezar con ella en privado.

Me alegré de librarme de su mala sombra, aunque estaba un poco asustada porque la vieja no me había dejado ni una mala perra con la que vivir. Pero, el mismo día de su entierro, el señor que le llevaba las cuentas me dijo que tenía un pariente lejano en Madrid que estaría encantado de acogerme en su casa.

A mí no es que me hiciera mucha gracia seguir de sirvienta, pero la idea de venir a la capital me encantaba. En el peor de los casos, si el señor se parecía mucho a mi tía, siempre me podía fugar: seguro que en la ciudad había muchos más sitios para una moza como yo que en un pueblo perdido en las montañas.

Llegué a Chamartin un lunes, creo, y recuerdo que me desilusionó un poco. Desde el tren, la ciudad me pareció gris, sucia y desordenada; tardé semanas en verle el encanto. En el andén me esperaba un tipo en traje de pana, sosteniendo con un cartón con mi nombre escrito.

Resultó ser el jardinero del señor, que les hacía las veces de chófer. Me pareció majo, aunque era algo simple. Me contó que no sabía leer -el cartón se lo habían escrito en casa-, pero que el señor lo cuidaba muy bien y que también me trataría bien a mí. Yo no le presté mucha atención y, aunque le pillé un par de veces mirándome las piernas con ojos golosos, me hice la tonta.

El camino en coche fue bastante agradable. La casa estaba apartada del barullo, en una zona tranquila, de gente bien. Para cuando llegamos, la cocinera nos estaba esperando en el jardín, a la sombra de unos sauces enormes. Se alegró mucho al verme, mandó al jardinero subirme las maletas a mi habitación y a mí me llevó a conocer la casa.

Yo, que estaba acostumbrada a los excesos de mi tía, me quede prendada enseguida de la casa. Las habitaciones eran pocas, pero amplias y bien iluminadas. Los cuadros estaban puestos con gusto y los muebles no parecían mamotretos recargados. Hasta las habitaciones de servicio estaban limpias y adecentadas; comencé a creer todo el fanatismo del jardinero.

Tras la vuelta de rigor, me llevó a conocer a los señores. Estaban descansando en el salón tras tomar el café, ella cosiendo en la mecedora y él leyendo el periódico, ambos emperifollados como si fuera domingo. Parecían sacados de una estampa escolar.

Recuerdo que me extrañó lo impetuoso que fue el señor al presentarse. Dejó lo que estaba haciendo para saludarme, muy emocionado, y me cubrió de preguntas sobre cómo había llevado todo lo de mi tía y que tal había sido el viaje. Me hizo sentir un poco incómoda, pero le fui respondiendo a todo sin inmutarme, como una buena señorita.

La señora, sin embargo, apenas me dirigió un par de miradas cargadas de asco. Yo ya estaba curada de espantos con mi tía, así que le devolví la mejor de mis sonrisas. Balbucee un par de saludos educados y procure ruborizarme ante su respuesta desganada. La clave con estas arpías, créame, es que no te consideren una amenaza.

Esa misma noche, preparando la cena, le pregunté a la cocinera si también había en la casa algún señorito. Esta dejó lo que estaba haciendo pasa sentarse, muy afectada, en una silla de anea al lado del fogón. Me miró con ojos tristes y me indicó que me acercase para poder hablar en susurros.

Acalladas por el bullir de la olla, la cocinera me explicó que los señores habían estado a punto de tener un bebe. Lo habían preparado todo con mucha ilusión pero, un mes antes de salir de cuentas, la esposa cayó por las escaleras. El bebé se perdió y la misma señora estuvo a punto de no contarlo.

Desde entonces el humor de los señores cambió. Despidieron a casi todo el servicio, quedándose sólo con el jardinero y ella, y se enclaustraron en la casa. La señora ya ni se acercaba al marido, yendo tan solo de casa a la iglesia y de la iglesia a casa, y el señor cayó en una melancolía silenciosa. "Quizás -me dijo, mientras me tocaba con cariño la cara- el hecho de que hayas venido acaba siendo una bendición para nuestros corazones cansados".

Puede que a ella el gesto le pareciese de lo más tierno, pero a mí me dio un escalofrío de los pies a la cabeza. De estar con una bruja había pasado a vivir con tres locos y un simple. Aun así, decidí darle un tiempo.

Las primeras semanas en la casa pasaron muy rápido. A la mañana iba de compras en el coche con el jardinero, luego preparaba la comida con la cocinera y, tras fregar los trastos, tenía casi toda la tarde libre hasta la cena. Casi todo el rato libre me lo pasaba en el jardín de atrás, leyendo algún libro, o vagabundeando por la casa.

La actitud de los señores, sin embargo, se fue volviendo más extrema con los días. Las comidas las hacían en absoluto silencio, del que solo salía el señor para interrogarme por mi vida cada vez que podía. La señora me evitaba en todo momento y, cuando le era imposible, no se dignaba a mirarme ni dirigirme la palabra. Lejos de sentirme acogida, el ambiente se enrarecía a cada día que pasaba.

Afortunadamente habían llegado los primero días de verano. Casi todas las noches, el jardinero y yo nos escapábamos a hurtadillas para acudir a las fiestas de los pueblecitos de la sierra. Allí me pude desquitar por fin de los años de celibato en el norte y soltarme el pelo. Así, de hoguera en hoguera y de brazo en brazo acabé cogiéndole el gusto a Madrid.

Al jardinero esto no le hacía mucha gracia: lo tenía siempre mirándome de soslayo. Incluso cuando conseguía hablar con alguna moza el plan se le estropeaba porque no me perdía ojo. Yo puedo ser de pueblo, pero no tonta, así que le fui manteniendo en su sitio: una sonrisa por aquí, una caricia por allá; no fuera que en un ataque de celos le diera a la sin hueso y me buscase un follón con los señores.

Y entonces llegaron los meses de bochorno. Puedo aguantar bien el frio de esta ciudad, pero el calor me mata. Las noches que no marchábamos de fiesta las pasaba mal durmiendo, con todas las ventanas y puertas abiertas y las sábanas tiradas a un lado.  Me despertaba a menudo, cambiando de posición y rezando por el más leve soplo de brisa.

En una de estas estaba cuando un crujido en el suelo me sacó de golpe del sueño. Había sonado en mi habitación, a mi espalda y cerca de mi cama. Con el corazón en un puño, me di la vuelta haciéndome la dormida e intenté entreabrir los párpados para ver quién era el intruso.

Me gustaría decir que me sorprendió ver al señor observando, sentado en la silla al lado de la puerta, respirando pesadamente. Pero la verdad es que ya había reconocido la forma en la que me dedicaba las atenciones: igual que el maestro del pueblo a algunas mozas que conocí; y ya suponía que, tarde o temprano, trataría de hacer lo mismo que aquel consumó.

No sería el primer hombre que intentaría algo raro conmigo, pero tampoco sería el último que saliera escaldado. Me preparé para saltar y defenderme, pero tras un minuto o dos espiando, simplemente se levantó y se marchó a su habitación.
Yo lo seguí con cuidado, mientras me hacía mil y una preguntas en la cabeza. ¿Sería de esos viejos a los que solo les gusta mirar? ¿o acaso sería sonámbulo? Para cuando llegué a las habitaciones de los señores les escuché discutir dentro en voz baja.

Él juraba que sería la última vez y ella, no sé bien si triste o enfadada, le recriminaba que me hubiese traído a esta casa. Le decía que no le traería más que problemas y que, por culpa mía, Dios se negaría a darles otro hijo.

A estas alturas ya había escuchado lo suficiente. Tenía bien claro que me quería largar de aquella casa de locos. Esa noche volví a la cama y cerré la puerta con pestillo, y los siguientes días planeé mi fuga cuidadosamente.

Durante mis trabajos en la casa fui memorizando las cosas de valor y me hice con una llave maestra para poder acceder a ellas en la noche. Al mismo tiempo, comencé a coquetear más con el jardinero, tanteando la idea de escaparnos.

Para mi sorpresa apenas me hizo falta embrollarle, en cuando sugerí el tema el mismo lo abordó con emoción. Admito que, aunque tenía ganas de alejarme de esa casa, la desaparición de todo tipo de lealtad a los señores por parte del jardinero me inquietó un poco. ¿En serio se pasan tan pronto las convicciones de los hombres? ¿Basta dejar hablar al pene para dejar mudo el corazón?

Como si fuéramos dos amantes de cuento, pactamos el escaparnos un domingo a la noche: echarnos a la carretera con lo que pudiésemos robar, plantarnos en Francia en mitad de la noche y empezar allí de cero. Para evitar sorpresas de última hora, el jueves previo me levanté estando la casa en calma y fui de habitación en habitación, probando la llave maestra.

Estaba yo ensimismada, cuidando de abrir puertas y armarios en el mayor de los silencios, cuando una mano se posó en mi hombro, helándome la sangre. Cuando me atreví a volverme, tras unos segundos que me parecieron eternos, pude ver que era la cocinera la que me había encontrado.

Soy mujer fuerte y creo que le podría haber abatido, pero había algo en sus ojos que me dejo clavada en el sitio. La mirada en sus ojos era muy distinta a todas las que me había dedicado los pasados días.

Me llevó en silencio por las habitaciones hasta el estudio del señor, temiendo yo a cada segundo que me fuera a delatar. Pero cuando llegamos a la habitación estaba vacía y con las luces apagadas.  Me llevó hasta el sofá junto al ventanal, lo único iluminado por la luz tenue de la calle, y me sentó junto a ella.

Se quedó allí sollozando un rato largo, sosteniéndome las manos y con los ojos envueltos en lágrimas. Yo estaba asustada y no quería romper el silencio ni excusarme de nada hasta saber qué era lo que ella pensaba haber visto.

Rompió a hablar de repente, y no la pude parar hasta que terminó de contar toda su historia. Primero se disculpó conmigo por no haberme dicho toda la verdad, pero pensaba que quizás me espantaría o me llevaría a hacer alguna locura. Seguidamente soltó la bomba: ella era mi madre.

Cuando ella era joven, casi niña, tenía un prometido con el que estaba a punto de casarse. Al estallar la guerra el joven escogió el bando de los rojos y peleó en los montes cercanos al pueblo. Pero cuando llegó el frente hasta el pueblecito todos los guerrilleros cayeron presos de los nacionales.

Ella temía por la vida de su prometido, que ya la había dejado encinta de mí, y fue a rogarle al general encargado de los prisioneros por la vida de este hombre. El militar no era otro que nuestro señor, que la escuchó con calma y sopesó su petición. Tras pensarlo mucho, le ofreció un pacto horrible: ella le dedicaría la noche entera y él, a cambio, le perdonaría la vida a su prometido.

Accedió, asqueada, y pasó la peor de las vigilias respondiendo a todos los bajos instintos del señor. Acabó con el cuerpo magullado y dolorido, temiendo mi vida nonata en su vientre, y con el alma agotada. Solo pudo cerrar los ojos cuando la bestia estuvo saciada, rallando el amanecer.

Pero poco pudo dormir. Unos disparos en la mañana la sacaron del sueño. Salió de la casa, asustada y medio desnuda, sólo para descubrir el cuerpo inerte de su prometido junto a los de  tantos otros, acribillados por el pelotón. Ella lloró y chilló, pero los soldados la sacaron del campamento a rastras.

Cuando la guerra acabó, siendo yo recién nacida, el señor volvió al pueblo y encontró a mi madre sumida en la mayor de las miserias. En este tiempo el sargento ya se había convertido en un hombre de bien, casado y con posición social. Quizás arrepentido por su recién descubierta moral decidió ayudarla y la aceptó en su servicio, donde llevaba ya años.

Para evitar nada que le recordase su vergonzoso pecado, el señor puso como condición que me llevaran a criarme con una pariente lejana suya. Ella accedió, pues sabía que así no viviría yo en la miseria, sino que me criaría lejos del monstruo que me arrebató el padre.

Al acabar la historia nos quedamos en silencio un buen rato. Apenas podía pensar en nada, sólo oía el murmullo de la fuente del jardín y el chirrido nervioso de los grillos.

Al fin acerté a preguntarle por qué me confesaba todo esto ahora. Ella reconoció que, desde mi regreso a la casa, el alma del señor se había ido oscureciendo con los meses: la forma en la que me miraba dejaba entrever el apetito del monstruo que fue una vez.

Nos levantamos para ir cada una a nuestras habitaciones, pero antes mi madre se dirigió al escritorio del señor. "Si alguna vez ese hombre te arrincona, cariño -me dijo, mientras abría el cajoncillo superior-, no dudes en hacer lo que yo no tuve fuerzas", y sacó al brillo de la luna un revolver del cajón. Me sentí inquieta al ver el arma, pero asentí decidida: nunca me he considerado una presa fácil y no iba a comenzar a serlo ahora.

¿Por qué la creí? Supongo que porque, en el fondo, quería que todo eso fuera verdad. Nunca había tenido raíces ni fortuna y, de repente, alguien había rajado mi vida de arriba abajo. Me había convertido en una cenicienta de cuento de hadas, con madre en desgracia, madrastra y ogro incluidos.

Por fin me decían que toda la mierda que me había pasado en la vida no era fruto del azar: tenía sentido y había un responsable de todo antes incluso de que naciese.

Esa noche no dormí, dando vueltas en la cama y repasando la historia una y otra vez. Cuanto más pensaba en ella, más sentido le encontraba. Cada frase, cada mirada de los últimos meses: todos los gestos estaban cargados ahora de significado. Una voz dentro de mi cabeza no dejaba de repetirme que tuviera cuidado, pero era acallaba el calor y el odio que empezó a subirme desde las entrañas.

Amanecí decidida a postergar mi marcha, al menos hasta que pudiera tener alguna respuesta al mar de dudas que me asaltaba. Hablé con el jardinero, al que no le hizo mucha gracia la idea de retrasar unas semanas nuestra fuga, pero acabó cediendo a mis deseos y volvió a esa paciencia nerviosa, como la que tienen los prometidos que se reservan para el matrimonio.

A partir de entonces empecé a acudir a la cocina para hablar con la que se decía mi madre. Fui bastante ruda al principio, negándome a creer de buenas a primeras su historia, pero ella comenzó a traerme cosas que había guardado con celo estos años: ropa de bebé, alguna foto antigua, un nomeolvides con mi nombre... Yo rechazaba cada recuerdo que ella me mostraba, pero siempre volvía al día siguiente para seguir escuchándola.

Aunque nunca llegué a reconocerlo, ella se dio cuenta que tras cada negativa se escondía un "cuéntame más", y aunque en aquellos días me porte como un áspid desconfiado, ella fue endulzando el tono con cada visita, hasta que acabé encantada por sus palabras.

Con los señores, sin embargo, las semanas siguientes estuvieron repletas de silencios tensos. El señor parecía olerse algo, porque no me quitaba ojo y me rondaba siempre que podía, pero siempre aparecía presta mi madre, con mil y un menudeces para distraerlo. Llegó un día, sin embargo, en el que había bajado a la bodega a por una botella de tinto y unas cebollas para la cena, cuando oí a mis espaldas como alguien entraba a hurtadillas.

Yo estaba ya acostumbrada a las bromas del jardinero, así que me volví riendo, esperando encontrarle agazapado en las escaleras; pero quien me esperaba en lo alto era el señor, que había cerrado la puerta tras de sí. Yo dejé caer la botella del susto, que se hizo añicos a mis pies salpicándome las ropas de vino. El señor fue bajando las escaleras sin dejar de mirarme fijamente mientras sonreía nervioso, como divertido del miedo que estaba pasando.

Yo, desesperada, no vi salida alguna; tan sólo acerté a agarrar el matojo de cebollas como si me fuera la vida en ello, y me arrimé tan fuerte a la pared de las botellas que me dejé marcada más de una en la espalda.

Cuando ya estaba arrinconada, la señora y mi madre abrieron la portezuela, alertadas por el sonido de la botella. Nadie habló: las mujeres le dirigieron una mirada torva al señor, que se quedó petrificado al saberse descubierto, yo aproveché para sortearlo y salir de allí como una exhalación.

Me escondí en la cochera y estuve llorando de miedo y rabia cerca de media hora, hasta que vinieron mi madre y el jardinero a buscarme con ropas limpias.

Esa tarde los señores tomaron solos el té en una sala apartada. Los tres pudimos oírles discutir amargamente, pero no me preocupé en escuchar lo que decían: tomé la decisión de irme esa misma noche de la casa y así se lo conté al jardinero y mi madre. Ambos acabaron encantados con la idea, aunque por distintas razones.

Tal y como habíamos hacía unas semanas, preparamos dos bolsas de viaje grandes: una llena de comida y ropa, para el viaje, y otra vacía para lo que pudiera robar de la casa. Cuando comprobé que los señores al fin dormían me deslicé entre las sombras, recogiendo silenciosamente los objetos que tantos días había acechado.

Cuando casi había acabado oí revuelo. Recuerdo que lancé un juramento y me apresuré a bajar, pero escuche barullo al pie de las escaleras y me detuve justo antes de que encendieran las luces. Abajo escuché al señor discutiendo con mi madre, esta le rogaba que se detuviese, pero él le replicó que debía solucionar el asunto conmigo de una vez por todas.

Asustada, recordé el arma de la que me habló mi madre y corrí hacia el estudio, soltando por el camino la bolsa con los bártulos. Mientras abría la puerta de la salita ya oía los pasos del señor subir la escalera a toda velocidad. Abrí histérica el cajón y, mientras los pasos llegaban al estudio, tanteé hasta encontrar el revolver.

No había ni llegado a sacarla cuando el señor llegó a la habitación y encendió la luz. Nos quedamos mirando, como cazador y presa, durante unos segundos interminables.

Luego, lentamente y con cuidado, comenzó a aproximarse a mi mientras me hablaba. Me pidió disculpas por cómo se había comportado aquellos días. Dijo que en el fondo agradecía que yo ahora conociese toda la historia, y que no pasaba día sin que lamentase cada segundo de su decisión.

Conforme se iba acercando, amartillé el arma sin sacarla del cajón y pensé en la manera más rápida para salir. Seguramente bastaría con apuntarle, o quizás con un tiro al aire, el señor ya era mayor y no intentaría hacerse el héroe. Luego agarraría la bolsa y saldríamos a toda prisa en el coche.

Pero él seguía acercándose, hablando en un tono cada vez más dulzón, cada vez más a gusto con la situación. Me dijo que el mismo Dios le había castigado por lo que había hecho dejándole sin hijos, pero que cuando mi tía murió lo vio todo muy claro: conmigo su apellido se perpetuaría, y no cometería los mismos errores que cometió con mi madre.

Estábamos cara a cara, solo separados por el escritorio. Le podía oler la colonia que siempre se ponía antes de ir a dormir, mezclada con el aliento fétido de quien se levanta a media noche. Sus ojos no se separaban de los míos, hechizándolos como las serpientes a los ratoncillos de campo. Me di cuenta que tenía que elegir entre ser presa o cazador, pero era incapaz de mover un músculo.

"Nunca jamás -me dijo casi entre susurros- había amado tanto a una persona a primera vista" y adelantó su mano derecha hacia mí.

En ese momento escogí.

Presioné el gatillo varias veces. Con cada una sentí que la descarga me golpeaba el brazo como una coz, pero no desvié el tiro ni una sola vez. Le acerté todos los disparos en el pecho, pero él no se cayó al suelo. Se quedó mirando como, sobre el blanco del batín, comenzaron a florecer las heridas carmesíes. Luego me miró una última vez y se desplomó en el suelo. Mi madre se precipitó en la habitación segundos después. Me vio con la pistola y se arrodilló junto al señor.

Nunca había imaginado que alguien tardase tanto en morir cuando le disparaban, ni que sangrase de esa manera. El señor agonizaba en un charco de sangre que se hacía más grande por momentos, inundando la moqueta y llenando el despacho de un olor a carnicería. Mi madre le ayudó a incorporarse, sosteniéndole la cabeza y llenándose las manos y los brazos de sangre. El pobre hombre boqueaba nervioso, sin acabar de entender que había pasado.

"Te lo advertí, grandísimo hijo de puta" dijo, de repente, mi madre. "Te dije que esperaría lo que hiciese falta para vengarme, cabrón, y que no te lo verías venir", siguió, y su tono era cada vez más frio y desagradable.

Al señor se le inundaron los ojos de lágrimas e intentó responder, pero la sangre convertía sus palabras en un borboteo desagradable. Miró hacia el cielo y el brillo de sus ojos se le fue apagando, pero mi madre ya estaba rabiosa y no le dejó marcharse tan fácilmente: le agarró por el pelo y la barbilla y le obligó a mirarme. "¿Qué? ¿No querías conocerla ahora? Pues ahí la tienes cabrón: la que al fin te ha dado lo que mereces hijo de puta, nuestra hija, sangre de tu sangre". Me quedé de piedra al oírla, sin entender lo que estaba diciendo.

El señor tembló un poco y exhaló el último suspiro. Mi madre lo soltó entonces y se incorporó, escupiendo sobre el cadáver. La señora entró entonces a la habitación, pero cayó llorando al suelo al ver la escena, sin acertar a decir ni una sola palabra. Mi madre se encaró con ella, pero no recuerdo lo que se dijeron: en mi cabeza se repetían una y otra vez las palabras de mi madre.

Corté la discusión entre las dos mujeres, y debí de ser tajante, porque ambas se me quedaron mirando anonadadas. Lentamente, conforme se iban ajustando piezas en mi cabeza, le pregunté a mi madre si lo que acababa de decir era cierto, si el señor era mi padre. "No, cariño -me respondió, segura de que me decía la verdad- tu padre murió hace muchos años en un pelotón de fusilamiento. El desgraciado que está ahí solo es el hombre con el que te engendré. Y ahora, si disparas a esta bruja -señaló a la señora, que agazapada llorando en un rincón-, al fin seremos libres y recuperaremos lo que nos arrebataron".

Imagino que si hubiera tenido más tiempo para pensar no lo hubiese hecho, o igual sí. Levanté de nuevo el revólver y disparé tres veces seguidas. Es fácil, ¿sabe?, el disparar. El gatillo es suave, apenas tienes que presionarlo como los tubos de pasta de dientes. Mi madre tembló con cada tiro, para caer luego al suelo como un árbol tras la tala. Creo que murió del primer disparo; no le dio tiempo ni a sorprenderse.

Me acerqué a ella en silencio para verla una última vez. Quería recordarla con el gesto de dulzura que me dedicó durante esas semanas, pero no quedaba ni rastro. Se fue con la misma mueca de rabia que había tenido en sus últimos momentos. O quizás siempre había tenido esa cara y simplemente se desenmascaró al final; quizás era yo la que ya no estaba hechizada por su melodía y al fin la veía tal cual era.

Me sacó del ensimismamiento el petardeo del coche alejándose en la noche. Al parecer el jardinero decidió huir de la masacre dejándonos solas a la señora y a mí. Me quede mirando a aquella mujer, casi una anciana, que lloraba en un rincón. Sin dejar de mirarla a los ojos, me metí el cañón del revolver en la boca y presioné el gatillo, pero solo escuché un chasquido metálico. Lo intenté varias veces más y tire el arma lejos. Luego me senté en el suelo y rompí a llorar hasta que la policía vino a llevarme. No me resistí.

Ahora ya conoce mi historia. Espero que se dé cuenta, si es que sirve de algo, que si bien fui yo quien disparó los cinco tiros, no soy exactamente la mala de esta historia. Y aunque siga pensando lo mismo que hace media hora y decida salir ahí a entregarme a los lobos, dígame…

¿Piensa que el castigo que me impondrán será peor de lo que me he hecho yo misma?


Ejercicios finales (I)
Convertir la siguiente historia en un argumento, cambiando el orden de los hechos, de tal manera que se produzca el efecto de intriga.

Durante la guerra civil española, un cacique rural, casado y padre de familia, combatiente en el lado franquista, encuentra una niña perdida y la acoge en su casa como criada. Con el tiempo, se hacen amantes; ella tiene una hija, a la que envia a vivir lejos, con una hermana suya. Diez años despues, al morir la tía, la niña regresa, descubre de quien es hija, y toma venganza.

Luego, escribir la historia, usando como punto de vista un narrador en primera persona (La niña, concretamente). 

Texto de referencia: "Cuaderno para cuentas", cuento de Ana María Matute en el libro "Algunos muchachos".

Valoración Personal: Bueno chicos, lo primero daros las gracias porque ha sido un poco largo (¡más de 3000 palabras!), pero espero que os haya gustado.

No he leido el cuento de Matute, aunque si he ojeado alguna sinopsis y se aleja un tanto de lo que yo he escrito. No obstante, la riqueza de comparar el trabajo no sería solo de cotejar la trama -que Matute enrevesa mejor que yo-, sino tambien comparar el estilo de narración que va empleando. Tendré que agenciarme algo de ella.

Lo que si puedo afirmar es que me he pasado la mitad de lo que me han pedido por el forro de los cojones. Comienzo a sospechar que gran parte del secreto de escribir con gracia radica ahí, en ignorar todo lo que no te parezca interesante, contagiando al lector de tu punto de vista y tus sentimientos.

Y, por encima de todo, molar. Eso aún lo tengo pendiente.

Por cierto, ya que este es un cuento completo he pensado que se merecería tener un título, pero aún no se me ha ocurrido alguno. He pensado que sería mas divertido si me lo sugerís vosotros en los comentarios.

Así que ya sabeis... ¡a comentar!