domingo, 30 de marzo de 2008

La hora del cuento

Nueva casa, nueva vida, misma mierda que contar. Sin embargo, ahora que en la nueva casa ya tengo ADSL creo que es el momento de retomar el Blog.

La mejor forma, siendo que tampoco se me ocurre nada mejor que decir, es rellenar espacio con cosas que tenía por ahi: os regalo un cuentecillo escrto hará años, cuando era joven e inexperto. No se si os gustara, pero... ¿que esperabais? ¡Es gratis!



Sara se volvió por última vez al oír el sollozo, justo cuando empezaba a bajar las escaleras. Lejos, un carillón daba las doce inaugurando el mes de marzo. Cuando olló el sollozo supo que sería ella la que cedería. Durante muchos años los problemas habían ido y venido, pero siempre había solución al final del chaparrón. A lo largo todo lo que había sido su matrimonio con Luis aprendió que en el fondo era cuestión de paciencia... paciencia y cariño. El no era ese hombre embrutecido que su madre veía; ni el sinvergüenza que aquellas zorras, que creía que eran sus amigas, intentaron hacerle ver tiempo atras. Solo era un hombre más, y tenía sus defectos, como todos. Ahora que lo volvía a observar, después de la discusión, parecía incluso débil. ¡Que ironía! Esos brazos, que en su momento podían mover cualquier peso, ese pecho en el que tantas veces había descansado... ahora estaban atacados por una debilidad contra la que él no podía hacer nada, la debilidad de la pena y el arrepentimiento. La necesitaba. Seguro que ahora se arrepentía de los insultos que había dicho, mientras discutían en casa de su padre. Luis era un hombre impulsivo, lleno de vida, y ella no podía refrenar esto. Era injusto con él, con sus sueños, con sus esperanzas. Así que en el fondo no le extrañaba que a veces pasara por esos ataques... la rabia interior, esa que criaban los hijos de puta de sus jefes y los payasos que tenía que soportar, desde algunos amigotes hasta los mismos clientes. Pero era de entender, si querían tener el nivel de vida que poseían hacía falta trabajo y sacrificio, y nadie podía saltarse esto. Recordó, mientras él se daba la vuelta para guardar las llaves, las veces que ella le había fallado. Por un lado eran amargos esos estallidos, en los que él la había llegado a golpear con lo primero que tenía a mano. Desde luego no le hacía gracia que sus hijos vieran a su padre así, pero también son mayores para aprender a guardar las cosas de casa en casa ¿no?. A fin de cuentas en todas casas cuecen habas. Recordaba la de veces que había huido, que había decidido no verle más, pero el siempre la encontraba, ella entraba en razón y las cosas volvían a ir bien. El matrimonio funcionaba y hoy es difícil encontrar cosas así. En el fondo él no tenía la culpa... no, el nunca la había tenido. Si ella hubiera estado donde tenía que estar, si tan solo ella pudiera aprender a comprenderle mejor... Mientras él aún estaba con la cabeza baja, como sin atreverse a mirarle a ella a los ojos, se le acercó lentamente. Apartó la corta melena cobriza, juntó los labios a su cuello y, después de un suave beso, le susurró:
  • Tranquilo cariño... no volverá a ocurrir, estoy segura. A partir de ahora estaré SIEMPRE contigo.

Arreciaba. La cortina de agua era cada vez más espesa y la visibilidad se reducía por momentos. Hasta dentro de la ciudad la tormenta acongojaba. Las lluvias de primavera habían comenzado puntuales: diluvio el uno de Marzo, sin avisar y de manera salvaje. Ahora lo único que protegía a Santos del viento y la lluvia torrencial era el parabrisas del coche patrulla... Lo detuvo un segundo en la plaza, haciéndose a la derecha y pasando a formar parte de la doble fila que adornaba las aceras. Cuando paró aprovechó para frotarse los ojos, las dos de la mañana es una mala hora para ir de patrulla, y más con este tiempo de perros. Con la mirada perdida en el diluvio conectó el jabón del parabrisas, las lluvias de estos días habían traído su buena parte de tierra y ahora era un buen momento para quitársela de encima. Observó como el limpia parabrisas se arrastraba con pequeños chirridos, y dejó que la lluvia le trajera los recuerdos de la última semana. Recuerdos amargos, pero ya pasados. De cómo la situación con Lourdes se había hecho insostenible, y de cómo él había tenido miedo. Era eso, y solo eso, lo que le había impedido tomar a él primero la palabra. No hubo gritos como otras veces, sino una discusión calmada, pero precisa, sobre los problemas.
  • A fin de cuentas, - pensó en voz alta- las cosas no duran para siempre. O si lo hicieran, no con tantos problemas a las espaldas.
Pensó en que, en el fondo, aunque había dolido, las cosas ahora eran mejor así. Ella estaba sola, en vez de mal acompañada, y él no tenía la presión de una relación a pique en su trabajo. Dolía, eso era cierto, pero más habría dolido si lo hubieran intentado postergar, como un secreto a voces, como un final cercano que los dos conocían pero del que no querian hablar. Pero si la solución había sido tan buena... ¿por que se sentía tan jodido? La radio de patrulla lo sacó de sus pensamientos. Una voz deformada por las interferencias pedía que acudieran los coches cercanos a la plaza del carbón. Un caso de violencia de género, un marido celoso había acudido a casa del padre de su mujer a convencerla (a hostias, añadio Santos mentalmente) de que volviera. Al padre de ella lo había sacado en dos bandazos a la escalera y el hombre se había apresurado a llamar a la policía desde casa de una vecina. Santos puso el coche en marcha, la plaza quedaba dos calle hacia abajo. Cuando llegó empezaba a amainar de nuevo, como si la tormenta descansara para volver más fuerte a la madrugada, pero aún así se caló bien de agua desde el coche hasta la puerta del edificio. Desde que la radio vomitó el aviso no había podido dejar de rallarse con la situación, qué era lo que habia impulsado a aquel hombre. Cierto que la vida en pareja no es fácil, no deja de ser una convivencia, pero tampoco era fácil convivir con los amigos o con la familia. Se intento imaginar usando la violencia con lo de Lourdes...
  • Ya vale, joder. No lo hagas tuyo Santos - se dijo a si mismo, y era cierto. Era policía, ni poeta ni psicologo, su labor no era darle vueltas a los motivos
Cuando llegó al rellano del tercero la escena no podía ser menos alentadora. Una sabana tapaba un bulto enfrente de la puerta entreabierta, por la que entraban y salían varios compañeros. Se detuvo junto al bulto, al lado de Juan, el fotógrafo, que guardaba ahora la máquina.
  • ¿A esta qué le ha hecho su "querido"? – Preguntó Santos.
  • ¿Esta? No, no... Este es ÉL
  • ¿No jodas? ¿Defensa propia?
  • No, no. Tanta suerte no ha habido. Ella está ahí dentro con una paliza descomunal y el cuello roto, al menos ha tenido la delicadeza de no pegarle fuego, como el pirado de hace un mes... ¿Te acuerdas?
  • Si, si – dijo Santos – Entonces... ¿A este que le ha pasado?
  • Infarto al corazón creo ¿No le has visto la cara de dolor?... vete a saber, igual se dio cuenta de lo que había hecho. Al menos el hijoputa no ha salido idemne...
Se acercó a la sabana y la retiro lo justo para verle la cara. Era guapo, sin duda, y por lo que había oído de buena familia. El pelo blanquecino le hacía aparentar unos cuantos años más. La cara estaba desfigurada por el gesto de dolor, dolor y miedo al ver la muerte de cerca. Rápidamente volvió a taparlo, no le gustaba regodearse con estas cosas.
  • ¿Sabes lo que me jode? – Dijo Juan mientras cerraba el estuche de la Polaroid?
  • Ni idea.
  • Que con esto apenas habrá para dos esquelas y una reseña.
  • Si – suspiro Santos – Zaragoza esta creciendo demasiado.